en el prólogo a la Guía de Arquitectura Navarra del siglo XX, el arquitecto tudelano Rafael Moneo apuntaba a la creación de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra como factor determinante de la mejora de la calidad que experimenta la arquitectura navarra en las últimas décadas del siglo. Moneo iba más allá al señalar que en estos años se había generado una auténtica “escuela navarra” de arquitectura cuyos rasgos más acusados serían, a su juicio, la racionalidad y el uso mesurado de materiales y formas.

Es obvio que para la arquitectura navarra hay un antes y un después de la creación de la Escuela de Arquitectura en 1964. Son muchas y muy variadas las razones que justifican este aserto. Está en primer lugar el hecho de que la posibilidad de estudiar la carrera de arquitectura se abría así a un mayor número de navarros, mientras que el nuevo centro universitario atraía estudiantes venidos de distintos puntos de España. Está también la actividad en torno a la arquitectura que genera una institución de estas características con un inevitable efecto en el ambiente cultural navarro. Y está la propia producción de los arquitectos egresados de la escuela, una producción que, en términos generales, ha alcanzado una notable cota de calidad, impulsada por un responsable ejercicio de la disciplina y por la inevitable competencia derivada de la presencia, en una comunidad tan pequeña, de un elevado número de profesionales.

El proceso de creación de la escuela supuso también la llegada a Navarra de una serie de arquitectos foráneos para incorporarse como profesores, que abrieron sus despachos en la Comunidad Foral y que provocaron el enriquecimiento de la oferta en un momento en el que Navarra se hallaba inmersa en un ciclo de expansión con la transformación de su tejido productivo. Además de su contribución al desarrollo del recién nacido centro docente, arquitectos como Ignacio Araujo, Juan y Javier Lahuerta o Rafael Echaide, sumaron su calidad profesional a la producción arquitectónica local.

No todos los profesores de la nueva escuela llegaron de fuera, un buen grupo de profesionales navarros se incorporó a la tarea docente, lo que permitió el enraizamiento con la tradición local; fue el caso de Miguel Gortari, Ramón Urmeneta, Fernando Nagore, Fernando San Martín, Carlos Sobrini o Fernando Redón.

La propia construcción de los edificios de la Universidad ha supuesto un hito para el parque edificado de Pamplona; algunos de ellos están entre las mejores obras de estos últimos cincuenta años.

También hubo profesores que no han dejado mucha huella construida en Navarra pero cuyo impacto sobre sus alumnos ha sido poderoso, condicionando esa manera de hacer propia a la que antes me he referido. Es el caso del malogrado Francisco Inza a cuyo alrededor se originaron los primeros atisbos de una posible “escuela”. Su temprano fallecimiento en el verano de 1976, dejó huérfano este primer brote; sin embargo, su hueco pronto sería ocupado por una figura todavía más carismática, Javier Carvajal, un arquitecto tan prestigioso en el ámbito profesional como en el académico y cuyo protagonismo en la consolidación de la Escuela de Arquitectura fue extraordinario durante los más de veinte años que se prolongó su labor docente en Pamplona. Hoy en día son legión los arquitectos titulados por la escuela -y no sólo navarros- que se consideran discípulos suyos.

No obstante, conviene desterrar cualquier atisbo de uniformidad entre las diferentes generaciones de arquitectos formados en esta Escuela. El buen hacer de estos profesionales se ha desarrollado en los campos más diversos y han participado con naturalidad en los distintos debates que se han sucedido en el seno de la disciplina; desde las posturas revisionistas de finales de los setenta, la preocupación por la ciudad en los ochenta, la vuelta a la abstracción en los noventa o los polémicos formalismos del fin de siglo. Todo ello en medio de un ambiente profesional muy competitivo que ha propiciado que la arquitectura navarra pasara a ocupar un lugar de relevancia creciente entre las arquitecturas periféricas que, con el progreso de la descentralización administrativa, habían ido destacando con personalidad propia en el panorama nacional e incluso internacional.

Por otra parte, la calidad ascendente de la producción arquitectónica navarra en este período ha corrido pareja con la también creciente capacidad de esta sociedad y sus instituciones para entender y valorar el trabajo de los arquitectos. Ello se ha debido fundamentalmente al trabajo de los profesionales navarros, pero sin duda también a la intensa labor de formación, divulgación e investigación que se ha desarrollado en la Escuela.

Por todo ello, en mi doble condición de presidente de la Delegación Navarra del COAVN y profesor, no puedo menos que felicitar públicamente a la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra por la celebración de su primer medio siglo de existencia.

El autor es presidente de la Delegación Navarra del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro (COAVN) y profesor de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra