evoco conflictos históricos de nuestro pueblo en los que el Fuero, esencia de nuestro autogobierno, fue vulnerado, nuestra lengua agraviada, nuestras costumbres amenazadas y muchos compatriotas sacrificados. En 1834, 1ª Guerra Carlista, Zumalakarregi, el lobo de las Amezkoas o Tío Tomás, recibía en Urbasa a un comisionado británico, lord Elliot, quien, a modo de mediador, trató de rebajar la dureza de aquella guerra cerril que tenía su punto de dinástica pero que en nuestro pueblo se envolvió en la frase: Dios, Rey y Fueros. Zumalakarregi, el ganador con su táctica de guerra de guerrillas, recibió a Elliot quien le regalo, quizá simbólicamente, un catalejo. Poder ver lejos. En algo se humanizó la contienda y se europeizó, es decir, se sensibilizó en la medida que entonces era posible. El escocés Henningsen, que combatía en la caballería y escribiría una crónica de Zumalakarregi y su guerra, estuvo en la firma del convenio, 1835.

Perdidas las colonias americanas en guerras que sumaron más de diez años, el nombre más evocado como final del conflicto armado fue el de Ayacucho, denominación quechua de las pampas peruanas en las que las fuerzas independentistas derrocaron a las del imperio español, terminando con sus trescientos años de hegemonía y reivindicando, con el nombre de Ayacucho (rincón del alma, de los muertos), la conquista del imperio incaico. Aunque se ignora el nombre y número exacto de los muertos peninsulares, pudo ser 1.400, lo que sí se sabe es el de los dirigentes militares, entre ellos, aunque no participó en la lucha, Baldomero Espartero. Formaron un núcleo de gobierno en la primera guerra carlista y después, y varios de esos generales vencidos pero irredentos en el afán militar, formarían parte de la dirección de las milicias liberales. Denominados ayacuchos representaron la unidad centralista peninsular.

Medio siglo más tarde, el término fue suplido por el de africanistas. Perdidas Cuba, Puerto Rico y Filipinas, manteniendo un trozo de Marruecos en el intento colonizador europeo de repartirse África, los militares allí acantonados encarnaron la conciencia de la unidad peninsular, del orden y el brillo de la España imperial con resabios de las glorias militares y dogmas religiosos de Fernando el Católico, y no sé cuantas cosas más. El desastre del Annual solo logra, curiosamente, fortalecer su decisión de poder. A más derrota, más fuerza militar. De ese modo llegó, con el amparo de la monarquía o amparándose en ella, Primo de Rivera, y más tarde Franco, Sanjurjo, Mola, Millán-Astray. Unos y otros arruinaron oportunidades de libertad, respeto y civismo, prendas de los pueblos maduros, a los que importa más vivir en paz y con dignidad que morir en la dudosa gloria de un campo de batalla, siguiendo a un caudillo mesiánico.

En la Guerra Civil, Manuel Irujo (el nacionalismo vasco había derivado a Dios y Fueros, Jaungoikoa eta Lege Zarra) se convirtió en un magnífico mediador desde el momento en que aceptó su cargo de ministro de la 2ª República, 1936. Humanizar la guerra, declaró en las trincheras de Madrid, emprendiendo el trabajo de los Canjes, donde fue posible salvar vidas del horror de la contienda.

Hoy están de moda los constitucionalistas como gente de orden, ley y justicia, negando a los adversarios, convertidos en enemigos, cualquiera de esas virtudes. El ejemplo de Catalunya es claro: se le hace retroceder con métodos judiciales, policiales y económicos y, a más, se la quiere hincada de rodillas por su osadía de proclamar independencia, palabra desdeñada por todos ellos.

En esa sencilla manipulación de palabras y maniqueísmo de pensamiento se trata de resolver un conflicto tan enraizado en la historia como el catalán y recurrente en cada generación. Se niegan mediadores (aunque el problema haya trascendido a Europa), se descarta comprensión, no hay indulgencia ni inteligencia suficientes como para tender la mano desde el poder central e iniciar la andadura del diálogo. El concepto guerrero sigue definiendo su comportamiento. Voces como la de Alfonso Guerra que se vanaglorió hace unos diez años de haber cepillado el Estatut, claman por una intervención militar. Ni reflexiona que de aquellos barros vienen estos lodos, y cuando digo barros, hablo de corrupción, que es también telón de fondo del problema, y en el que se vio salpicado Guerra.

El pensador Fromm dijo que la justicia significa no recurrir al fraude y al engaño a cambio de comodidades y servicios y sentimientos. Es lo que está ocurriendo con Catalunya. Se le van desmontando sus condiciones de vida, desgastando el magnífico nervio que hizo salir a las calles una multitud entusiasta y pacífica ondeando la estelada para encementar tales sentimientos de gloria en una derrota sombría que exige llegar hasta el final. Hasta el paredón mismo. Recordando al ilustre Companys en estos días, creyeron los de entonces que por eliminarlo acababan con el problema catalán. Como si los hombres fueran pueblos y no portavoces de los mismos. Siguiendo a Fromm, podemos opinar que tanto los sueños como los mitos representan comunicaciones importantes de nosotros a nosotros mismos. Y la paz y la convivencia no pueden ser una utopía. Deben ser trabajos a emprender desde la práctica diaria. No es fácil la generosidad en el diálogo político ni en ningún otro, pero es necesaria. Y es exigente la ilusión en un proyecto para realizarlo. La Constitución, la última de más de una docena desde la de Cádiz, no puede ser mausoleo sino puerta de apertura para nuevos afanes.

La autora es bibliotecaria y escritora