Aunque sabemos que la Historia no se repite, a veces lo parece. Por eso, para entender la realidad de nuestro presente, hay que prestar atención al pasado. Si hace 2.500 años, el historiador y geógrafo Herótodo afirmó que la violencia desencadenada por las potencias arrogantes acababa arruinándolas, creándose, a la vez, un nuevo orden, a su vez frágil y de nuevo en peligro, H. Arendt, antes de la gran guerra de 1914 en Los orígenes del totalitarismo, nos señaló que los hombres de negocios se convirtieron en políticos y fueron aclamados como hombres de Estado, mientras que a los hombres de Estado sólo se les tomaba en serio si hablaban el lenguaje de los empresarios de éxito. Como vemos, desde siempre, existe la certeza de que el mundo nunca ha sido suficiente para quien todo lo posee, perpetuándose históricamente los episodios de apogeo y decadencia en la sociedad.
Por eso, no resulta sorprendente que el egocentrismo de Occidente, tanto en su rama europea como norteamericana, siga convencido, en contra de toda realidad objetiva, de que sigue siendo el centro del mundo o, mejor aún, de que lo representa en su totalidad, sin darse cuenta de su inminente decadencia moral. Una certeza que nos aproxima a la tesis descrita por el historiador alemán F. Scheidler en su ensayo El fin de la megahistoria, donde confirma que cuando la modernidad completó su ciclo de transformación social, el sistema que gobierna el mundo se convirtió en un engranaje de capitalismo, militarismo, tecnología e ideología, basado en la teoría del crecimiento infinito, empeñado en toda época, lugar y circunstancia en combatir todos los movimientos que tratan de contrarrestarlo en busca de una mayor igualdad.
Manteniendo esta línea, no podemos obviar que Europa se ha reinventado bajo la espantosa práctica de la esclavitud a gran escala desde el siglo XVIII en adelante. El colonialismo europeo ha esclavizado continentes enarbolando la bandera del progreso, cuyo resultado es un mapa mundial trazado con regla, ensangrentado por diversos genocidios como el armenio, el ruandés, el franquista o el genocidio que, a día de hoy, está perpetrando Israel contra el pueblo palestino; el imperialismo francés dejó millones de muertos en nombre de la libertad con todo el horror que ello supuso para una población exhausta y temerosa; y el fascismo –hoy, incompresiblemente de nuevo en auge– provocó cincuenta años de guerra continua apostando por la ideología supremacista de una raza blanca sin impurezas diezmando la población mundial y generando el holocausto nazi.
Por otro lado, Estados Unidos, tal y como expone E. Todd, en La derrota de Occidente, nos presenta a una élite que instrumentaliza la retórica democrática para imponer un orden unipolar basado, de nuevo, en la fuerza del imperialismo. Su estrategia está arraigada en su papel de valedor en Europa tras las dos guerras mundiales. Con ese pasaporte, se dedica a desestabilizar regiones enteras bajo el pretexto de exportar libertad, mientras consolida un complejo militar-industrial que alimenta guerras interminables, dejando tras de sí tan solo pobreza y hambre que facturan migraciones masivas desde Estados fallidos.
Entonces, ¿qué pasa en el mundo rico, para que no nos demos cuenta de que nos sentimos víctimas sin serlo? ¿Por qué no somos capaces de decir basta, ante estos abusos? Desde luego, que la exaltación del individuo y de la riqueza como máxima expresión del triunfo es una de las claves de esta ceguera. Cuando el poder económico y político se funden –y se confunden–, empiezan a desmenuzar los sistemas de control y nos dejan a merced de un líder, una jerarquía y una cuenta de resultados sin que seamos capaces de desvincularnos de esa imposición que nos debilita como sociedad.
Es evidente que vivimos en un mundo en el que las minorías concienciadas no forman parte de la vanguardia. Se ha impuesto un proyecto político en el que los dirigentes han trasladado sus experiencias personales a la gestión, entendiendo las decisiones como un mero dictamen de costes/beneficio, sin considerar cualquier otro tipo de principio moral o ético. Actualmente, el sistema democrático tan solo parece un medio para alcanzar beneficios a través del poder político, bajo los proverbios de que el “poderoso siempre tiene razón” o que “lo justo es lo útil”, olvidándose de que el futuro no es propiedad de nadie y es de todos.
Quizás, ha llegado el momento en que necesitamos desarrollar una nueva dimensión social, creando normas solidarias en materia de fiscalidad, derechos, migración y refugios. Sin olvidarnos que los servicios públicos que ahora se atacan, fueron construidos en relación a una sociedad que ha dejado de existir. El tejido industrial está desarticulado y deslocalizado en manos de un capital sin escrúpulos; la contratación laboral se ha precarizado, explotando la mano de obra; las redes de protección familiar y sindicales, antes tan efectivas, se han fracturado y empequeñecido; la movilidad humana trae y lleva colectivos con lógicas propias, sin que seamos capaces de asumir la construcción de una sociedad diversa y efectiva que albergue a todos y todas.
De todas formas, si queremos que el sistema público responda eficazmente a las nuevas necesidades sociales, tenemos que enriquecerlo con iniciativas que partan de la misma sociedad civil a la que pertenecemos todos. No tenemos que esperar a que nos den soluciones. El activismo ciudadano es un elemento fundamental para los tiempos de brutales atropellos políticos y geopolíticos a los que asistimos. Es condición no suficiente pero necesaria para la resistencia. Como hemos señalado al principio, no debemos olvidar que la avaricia no tiene descanso en la satisfacción momentánea. Ojalá que el declive de Occidente sea la antesala del auge de un mundo más igualitario.