Voy a empezar contando que el primer día de diciembre de 2019 se produjo en Wuhan un acontecimiento que iba a cambiar percepciones, creencias, hábitos y costumbres de los cinco continentes, aunque hasta el 31 de diciembre las autoridades chinas no notificaban al mundo los 27 casos de neumonía detectados. En los mercados húmedos de Wuhan los chinos acostumbran a comprar animales salvajes vivos, animales que algunos técnicos llaman "silvestres". Y así los llevan, vivitos y coleando, como puede ser en el caso de las serpientes, a casa, o bien les hacen matar allí mismo para llevárselos directamente a la cocina y no a la jaula o al establo. ¡Sin ningún tipo de control sanitario! ¡Por favor, por favor! A pesar de los avisos y reclamaciones insistentes, así tengo la obligación de pensar, de la Organización Mundial de la Salud, la OMS, sobre todo a partir de la aparición del brote SARS de 2002-2004. Pues bien, ese comienzo de diciembre es la fecha en que los controles médicos de esta provincia china advierten de la aparición en pacientes de este coronavirus que ha revolucionado el planeta hasta el punto de conseguir desplazar a Messi como centro de nuestras conversaciones y de nuestras emociones.

Aparte de las competiciones futbolísticas y de todo tipo de deportes, la competición mundial del beneficio, del desarrollismo, de la innovación, que gozaba una salud de hierro y, si me lo permitís, de petróleo, esta competición también se ha detenido, ante la estupefacción y el miedo generalizado que ha llegado a desinflar los mercados bursátiles de todo el globo. La fuerza del dios dinero, digo, ante el cual inclinamos dócilmente nuestras cabezas, dios que es referencia de nuestra valoración en la escala social, del mejor acoplamiento en la sociedad de consumo, de la ética personal y familiar, ha perdido fuelle tras el origen de esta espeluznante historia que podría llamarse. De cómo los mercados húmedos dejan otros mercados secos como el ojo de Benito.

Yo no he venido a hablaros aquí del mercado de la contaminación, de la alegría de la desertización, de la euforia del cambio climático, del auge del calentamiento global, ni de la hazaña de la destrucción acelerada de especies del reino animal, aunque todas esas alarmas han venido acompañándonos durante demasiados decenios. Yo he venido a contaros lo que creo de este otro estado de alarma ahora reconocido y al que nos enfrentamos con las medidas más espectaculares desde la segunda guerra mundial. Un estado de alarma así no es como si se hubiera puesto el orden del universo patas arriba. ¡No fastidies! Más bien es como las clases de teatro de los institutos o, yendo más lejos, como yo he visto que hacen los rodajes de películas aquí en Baztan, cuando te dicen qué tienes que hacer y qué no, dónde te tienes que colocar y dónde no, qué tienes que llevar en las manos o en la cara en determinados momentos y en determinados papeles. Mi amigo albaitaritza no está de acuerdo conmigo y me dice que una cosa es ponerse en la piel del epidemiólogo o del biotecnólogo y conseguir dar una explicación verídica de los momentos que nos van a tocar vivir en las distintas fases del proceso, y otra, no fastidies, es seguir en la piel de los "ignorantólogos" que seguimos repitiendo nuestras apreciaciones voluntaristas y tal de lo que está pasando. Pero como os iba diciendo en mi mollera siguen las reticencias y creo que a todos nos ha costado convencernos de que esta historia tremenda no es una serie de ciencia ficción para televisión que estamos rodando en equipo y retransmitiendo en directo. Algo así como fue en su día, a través de la radio, La Guerra de los Mundos de aquel genial barbudo Orson Welles.

Y es que, por favor, por favor, hay un ambiente tan especial en todo lo que nos rodea, una preocupación tan palpable, un cierto nerviosismo unido a la sensación de sentirnos vigilados en cada movimiento, como si el objetivo de la cámara y el control del director siguieran con atención todas nuestras salidas a escena, que la ficción parece colocarse pareja a la realidad, a pesar de que los personajes que intervenimos no hemos pasado ningún casting. En las escenas con exteriores que nos son familiares reconocemos los rostros de casi todos los figurantes. Pasan a nuestro lado, nos saludan con un gesto, se pierden en seguida a la entrada de un comercio de alimentación, una farmacia o un puesto de prensa que son clavados a los del barrio. Apenas escuchamos ruidos en las calles, apenas motores ni de los vehículos del pueblo más movedizos. No vemos niños acompañados por algún familiar que se dirijan a ikastolas, colegios y guarderías; tampoco de adolescentes arrastrando sus zapatillas de marca camino del instituto. No escuchamos el vocerío de sus juegos en los patios. Hemos dejado de gritar en las conversaciones callejeras amigables, en las charlas pegadas al mostrador de la taberna, en las terrazas de las cafeterías, porque ninguno de esos planteamientos está presente en el guión. En el barrio, después de la cacerolada de las ocho de la tarde da su paseo casi nocturno un coche de la Foral, por favor, por favor, para que nadie se despiste saliendo a pasear sin su perro de compañía o sin necesidad de acudir a la farmacia. ¡Jo! También vigilan nuestras bajeras. Mi vecino del segundo me dice que recorre el pasillo de su casa doscientas veces antes de cenar, para hacer ejercicio, y bastantes que no lo dicen han dejado de utilizar el ascensor, de manera radical, con el mismo fin.

¡Manda narices! Nacimientos, primeras comuniones, bodas, entierros, ceremonias todas ellas que reunían a una pasada de familiares y amigos han quedado reducidas a su mínima expresión, a la participación efectiva y muy lejanamente afectiva, joder, del número imprescindible de allegados con atención a unas medidas de seguridad más que impecables. No es que hayamos perdido los sentimientos o que se haya paralizado temporalmente nuestro jodido corazón. Es que, como os iba diciendo, el increíble móvil de todo este asunto que casi parece cinematográfico nos impone una cuarentena que se va alargando, alargando, y que en su desarrollo nos va disponiendo el ánimo para sucesivas catarsis en las que podamos descargar las emociones creadas, como ya os he contado, a partir de unos mercados húmedos que dejan otros mercados secos como el ojo de Benito.