El mundo se paró a comienzos de 2020. Una vez cesó el confinamiento, todo fue volviendo a su ser, aunque en algunos rincones de nuestras ciudades todavía se distinguen las huellas de la Covid-19, cicatrices intangibles y lejanas que los adolescentes ni siquiera llegaron a conocer.

Se dice que los primeros casos se detectaron en Wuhan, una de esas urbes emponzoñadas de neones y dióxido de nitrógeno. Aunque para entonces, puede que el virus galopara como una horda de potros salvajes, propagando la infección por los cinco continentes.

Nunca se llegó a establecer su epicentro, ni cuáles fueron las causas exactas que provocaron la pandemia, pero no tardarían mucho las redes sociales en difundir millones de teorías, unas atribuyéndolo a causas fortuitas y otras a turbias conspiraciones. Lo que sí se demostró es que

nuestra civilización no estaba preparada para afrontar una crisis sanitaria, tampoco un colapso económico y menos todavía una quiebra anímica. Nuestro pletórico estado del bienestar se fue desvaneciendo como un espejismo, y conceptos como patria, ideología, partidos políticos,

incluso la pujante economía de mercado, se vinieron abajo como castillos de naipes. Tampoco las religiones, con sus atávicas homilías sobrenaturales, pudieron hacer nada por evitarlo.

Hasta los más devotos descubrieron que bajo el ropaje de las imágenes veneradas, no había más que madera o escayola, materiales carentes de cualquier don divino. Sin fe ni esperanza, tuvimos que cruzar un desfiladero de oscuridad e incertidumbre, hasta que tiempo después comenzamos a atisbar los primeros destellos de luz. Fue la simbiosis entre la tecnología y la ciencia la que, tras tenaces esfuerzos e ingentes inversiones, logró plantar cara al patógeno. Hoy, gracias a los avances biomédicos y al progreso en inteligencia artificial, nos

sentimos más seguros en esta nueva era, la de la prosperidad narcótica.

Conscientes de nuestra vulnerabilidad, las miserias de la globalización quedaron al desnudo y la arcadia de una sociedad ilustrada y democrática, tuvo que ir adecuándose al compás de lo hechos. Antes se debatía en parlamentos y en otras cámaras de representación popular, pero el sistema era caro, insuficiente y decepcionante. Ahora, conforme al nuevo evangelio científico y a su persuasiva moral basada en el miedo al contagio, la tecnocracia global rige el destino de los países con ayuda de algoritmos y de aliados como el grafeno y el coltán.

La economía resurgió de las cenizas al desprenderse del chapapote burocrático de cariz social, a la vez que la Covid-19 resolvía uno de los problemas estructurales de nuestro lastrado estado del bienestar: sanear la caja de las pensiones mediante la drástica reducción estadística de la Tercera Edad. Por otro lado, el espinoso apartado de inmigrantes y refugiados tuvo que reducir sus pretensiones humanitarias y abrirse a tesis más próximas a la optimización de recursos. A ese respecto, las ONG fueron clausuradas y el espacio Schengen suprimido. En lo sucesivo, el

control de fronteras adoptó el antiguo sistema de los Estados-nación, supeditando su defensa a una vieja máxima: Cada uno en su casa y Dios en la de todos.

En poco tiempo, los índices de pobreza y desigualdad se fueron subsanando con un nuevo marco sustentado en criterios de eficacia y sostenibilidad. La eterna dialéctica entre los medios de producción colectivizados y el liberalismo conservador, quedó superada. Por otro lado, la

lacra de la delincuencia, el terrorismo y las fake news se redujo al hábitat de internet. Para combatirla, las autoridades no dudaron en tomar el control del big-data con acceso total a las redes, tanto en el ámbito privado como público, así como la monitorización biométrica y los

dispositivos de geolocalización, y todo para garantizar nuestra seguridad.

Cuesta asumirlo, pero gracias a la Covid-19 se abordaron problemas endémicos que, durante décadas, fuimos incapaces de erradicar. De ese modo, el delirio nihilista de la industrialización desmedida o la contaminación de núcleos urbanos, pertenecen ya al pasado. Los carburantes

dieron paso a los vehículos eléctricos, a bicis y monopatines. En tanto que el abandono del mundo rural quedó resuelto cuando gran parte de su población, conocedora del riesgo a las multitudes y del valor de la vida sencilla, optó por volver a sus orígenes en favor de la salud

física y mental. Las actividades lúdicas sufrieron una traumática mutación, al quedar sujetas al distanciamiento social. Todos los eventos multitudinarios, ya fueran deportivos, culturales o festivos, se sustituyeron por experiencias de realidad virtual. Si bien, el gap entre el mundo real

y el cibernético aún no está resuelto. De hecho, muchos usuarios recurren con frecuencia a las metanfetaminas, los benzodiacepinas o al alcohol para lograr el mismo efecto euforizante.

Y así, sin prólogo ni anestesia, el futuro nos cayó encima. Nadie sabe con certeza quién está al timón del nuevo orden mundial, si China o EEUU, si Rusia o Europa, si Apple o Google. Lo cierto es que después de la pandemia nada volvió a ser igual. Todos ansiábamos la codiciada

vacuna para volver a eso que, de forma un tanto imprecisa, llamábamos normalidad. Pero el medicamento nunca llegó a las farmacias, ni siquiera a los arrabales del mercado negro. Es verdad que ahora vivimos más protegidos gracias a las restricciones preventivas y al control de

movimientos. Sin embargo, las horas pasan a merced de los altibajos emocionales, y cuando crees haber asumido los beneficios de este mundo perfecto, acaba asomando la sombra de la ansiedad y tras ella el señuelo de la nostalgia.

Seguramente no me creerán si les digo que añoro el mundo de ayer, con sus virtudes y sus defectos, sus aciertos y sus fracasos. Todo andaba relativamente mal, para qué nos vamos a engañar. El empleo era precario, la política se había convertido en una tómbola y la economía en una ruleta rusa, pero teníamos cierto sentido de superación y hasta un punto de inocencia colectiva que nos permitía albergar esperanzas. Aún recuerdo mi barrio tal y como era antes del corona, sin mascarillas ni guantes, con sus voces y sus risas, con la plaza llena de críos, abuelos, perros y palomas. Añoro los ratos que echaba con los colegas, aunque anduviéramos a empujones por unas birras en el último garito abierto, seguramente petado de parroquianos y con la música incordiando al vecindario. Y, claro, echo de menos a mi chica, a sus abrazos, sus

besos y, por qué no, a un revolcón sin restricciones profilácticas ni normativas antivíricas, a cuerpo gentil. Bueno, quizá éramos felices y no lo sabíamos.