Tal vez le ocurra a usted. No es la ira, el odio, la rabia, el encono, el rapto de infinita mala leche que con apagar la tele quizás desaparecen. Mucho menos, claro, el buen rollo incubado allá por marzo, la esperanza de una respuesta solidaria y un amor mundial que han durado lo que yo sobre la bicicleta estática: cuatro minutos.

No, por mucho que empujen los sectarios me faltan ganas para negar al prójimo hasta la humilde virtud del reloj estropeado, que acierta al menos dos veces al día. También me falla el ánimo para vestirme de Macaco y repartir jazmines o, aún peor, de Manolo el del Bombo y confundir sudarios con banderas. No uno, no: 53.000. Igual, pues, le pasa a usted lo que a mí: que ni la cháchara, ni los lemas, ni los himnos, ni las soflamas, ni los titulares, que nada alcanza ya el vigor de una pena lenta y terca, murria como niebla, abatimiento melancólico que lo mismo surge ante la foto de una cena de amigos que al hallar entre la ropa interior un pañuelo rojo o una entrada de Belako. Ni la belicosidad política, ni el partidismo mediático, nada nos libra de aquella tristumbre de César Vallejo, cruce bastardo de tristeza y pesadumbre.

Estamos muy trístidos, tristes también dos veces, y si se incendian las redes apenas logran calentar la bilis. Y, sí, claro, son necesarios los análisis, las denuncias, los debates, y de paso los correspondientes memes, grafitos e insultos. Sin embargo, ya siento crecer en mí lo que veía hace tiempo en los viejos, un otoño vital que no me corresponde, ese dejarse llevar mustio y mudo que, esquivando Sánchezes y Ayusos, acaba gozando con First Dates.