l poder no moderó a Trump y su ejercicio en absoluto lo retrató para mal ante el electorado conservador más centrado en la economía, como se predijo. De hecho, ha crecido en votos para por ejemplo superar a Obama y no cabe acuñar el simplismo de que en los Estados Unidos de América hay más de 70 millones de racistas, misóginos y homófobos antisistema, todo a la vez. En el pecado de la radicalidad nativista, extremando el odio al diferente puertas adentro y el miedo a toda influencia externa para justificar un proteccionismo cerril, lleva sin embargo el estrambótico Donald la penitencia de haber exacerbado el sufragio a la contra. Hasta legar la Casa Blanca a un octogenario como Biden, una figura cuestionada dentro del Partido Demócrata tras una trayectoria jalonada de chascos que no hubiera ganado a ningún candidato republicano con un perfil de gestión sin las estridencias populistas de un Trump capaz de negar la covid, su tumba definitiva aun después de superar el coronavirus. La envenenada herencia de Trump se plasma en una polarización como nunca antes, que deja un país fracturado con una dialéctica guerracivilista de una de las dos mitades, y una deslegitimación democrática también sin precedentes, con recursos judiciales en cadena tras denunciar un fraude generalizado y orquestado en la misma noche electoral como corolario de una carrera cimentada en las fake news. El daño ya está hecho y ahora queda por ver si habrá Trumpismo sin Trump, lo que depende de la vuelta a la moderación y la institucionalidad de un Partido Republicano que se ha postrado a los pies del estrafalario presidente con fecha de caducidad a día 20 de enero si el Tribunal Supremo cuya mayoría controla no sale en auxilio de semejante fantoche. De Biden cabe esperar ahora que suture el país casi estado a estado, con un discurso integrador que refuerce la apuesta pública por la sanidad y la educación, y el deshielo de las relaciones internacionales sobre la base de una acción compartida contra el cambio climático y cierta apertura comercial, sin ese supremacismo tan típicamente republicano. Pero, aunque la salida de Trump alivie y mucho, tampoco cabe engañarse: EEUU es antes que nada una plutocracia y a la mirada egocéntrica de ese gobierno de los ricos le resultan ajenas las penalidades e inquietudes de la ciudadanía corriente. Más todavía si habita al otro lado del Atlántico.
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