La gente se siente consternada cuando va viendo por la calles de nuestras ciudades establecimientos cerrados, uno tras otro, a causa del covid-19, y es fácil encontrarnos con comentarios como: "Es increíble, da pena andar por la calle y ver todos los negocios con las persianas echadas, no sé si esto terminará algún día" o "Hay locales, con esto del coronavirus, que seguramente no volverán a abrir, no sé dónde vamos a parar". El sentimiento es común a toda la ciudadanía, que se siente indefensa ante este virus llegado de China que está diezmando la mayor parte de los países del mundo. Pero no le echemos toda la culpa a la pandemia. Si bien es verdad que la proporción de comercios cerrados se ha duplicado a consecuencia de la infección, no es menos cierto que este fenómeno ya lo veníamos sufriendo desde hace unos cuantos años atrás, en el que el goteo de negocios de todo tipo: empresas comerciales, pequeñas industrias, talleres de autónomos, manufacturas de tipo familiar, o incluso grandes empresas, se iban cerrado día tras día.Lo que desde hace años nos está hundiendo es otra pandemia para la que no hay perspectivas de vacuna, cuyo virus es económico y cuyas consecuencias son más catastróficas para el mundo que el coronavirus. Es la pandemia producida por la globalización industrial llegada también de Asia y, curiosamente, con un importante protagonismo también de China, que, de la mano de las multinacionales, un liberalismo capitalista salvaje, la inmoralidad política internacional generalizada y los tratados internacionales de libre comercio, está destrozando la pequeña y mediana empresa y la forma de vida de las gentes del mundo entero. Recordemos, en el 2014, el famoso tren chino que recorrió más de 13.000 km atravesando Europa y parte de Asia con 1.500 toneladas de baratijas chinas sin los controles que se les exige a nuestros productores, y al que salieron a recibir, orgullosamente ridículas e irresponsables, nuestra ministra de Fomento, Ana Pastor, y la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, cargos del momento, cómplices como la mayoría de nuestros políticos de esta debacle y que, como al resto de sus colegas, lo último que les preocupa es el país o la ciudadanía. Un virus económico que se extiende sin control y no destroza nuestros órganos, pero sí nuestro futuro y el de nuestros hijos.