a enfermedad mental llegó a mi vida a través de mi hijo. Dice una canción de Barricada “una piedra en el camino que se cuela por detrás”. La esquizofrenia se coló en mi hijo de forma sigilosa, camuflada en las actitudes y conductas de un adolescente; encubierta por las ideas de un joven idealista y sensible que chocaban contra la realidad de un mundo materialista e individualista. Luego la ansiedad apareció de forma abrumadora, en un grado tal que le llevó a un estado de angustia permanente. Y comienza el peregrinaje por el Servicio de Salud Mental.

Fue la médica de cabecera la que nos alertó y derivó al Centro de Salud Mental de San Juan, pero el psiquiatra que nos atiende (sí, él) considera que no requiere tratamiento y le da el alta, no sin antes censurarle su comportamiento de nini. Este pésimo profesional nos mandó a dos años de desesperación y de búsqueda de profesionales privados.

De nuevo es la médica de Atención Primaria quien considera que debe acudir al especialista en psiquiatría y nos vuelve a derivar al mismo centro; la primera actuación que hago es solicitar el cambio de psiquiatra, y esta vez fuimos atendidos por una psiquiatra que como primera medida nos deriva al PEP (Programa de Primeros Episodios Psicóticos).

El programa del PEP llega a su término sin éxito, los objetivos no se cumplen y nos orientan a un tratamiento que se lleva a cabo de forma continuada, con estancia de cama de lunes a viernes, es la UTC. En esta unidad mi hijo logra la estabilidad que tanto necesitaba, agradezco al equipo su profesionalidad y que me tuvieran en cuenta en todo momento. Por desgracia, la covid-19 condiciona el tratamiento y hace que haya fluctuaciones en su enfermedad.

Paralelamente al proceso de diagnóstico y tratamiento de mi hijo yo inicio el proceso de duelo, porque mi hijo ya no es quien era, porque se han ido de golpe las expectativas sobre un chico inteligente y con ganas de vivir... Me enfrento a otra persona que no sé entender y me enfrento a los juicios de los otros con sus “dile que...”, sus “no le dejes que...” y sus “no sabe no contesto, que esto no va conmigo”; y me enfrento a la soledad porque mi vida se paraliza mientras los demás siguen la suya sin mí. Porque yo me quedo en la estación del desamparo y los demás siguen el viaje de su vida. Y recibo la bofetada de la cronicidad de la enfermedad.

Uno de los objetivos del tratamiento de mi hijo es la incorporación a la vida laboral, derecho innegable a todas las personas. Como puente para llegar a ese objetivo, nos orientan a solicitar una plaza en un centro ocupacional de Elkarkide que es una “empresa de iniciativa social sin ánimo de lucro, referente en inclusión sociolaboral de personas con enfermedad mental y discapacidad, con el fin de mejorar su calidad de vida”. El objetivo general es que mi hijo se capacite en hábitos pre laborales. El día 30 de abril de 2021 mi hijo fue admitido quedando en lista de espera. Lo que hasta entonces era un trámite de un mes ha pasado a ser una espera de 10 largos meses y sin garantías de que se materialice a medio plazo. Mi hijo ya no está en la UTC, abandonó el programa harto de no avanzar y harto de esperar. Vuelve a casa sin nada, sin proyectos, sin voluntad, sin herramientas sociales porque la enfermedad se lo ha usurpado todo.

Y en esta desoladora situación, acomodas la piedra en el zapato para que no duela tanto, para seguir adelante. No queda otra, patada y p’alante.

La autora es madre de un joven con trastorno psiquiátrico