n profesional de gobiernos y parlamentos de apellido compuesto, ya fallecido, me dijo un día clavándome sus diminutos ojos en los míos de oyente atónito: "En política hay que estar dispuesto a morir por los tuyos, pero también a matarlos". La versión más cruda de la distinción del canciller alemán Konrad Adenauer, que diferenciaba entre "los enemigos a secas, los enemigos mortales y los compañeros de partido". O la más extendida del primer ministro italiano Giulio Andreotti, para quien en la vida nos topamos con "amigos, conocidos, adversarios, enemigos y compañeros de partido". Pablo Casado resulta la última encarnación de esa lucha fratricida siempre latente, como víctima de la guillotina exprés habilitada en cuestión de horas en el patio genovés después de que este tierno David lanzase una pedrada ética a la Goliat Ayuso y acabara aplastado por ella. Sin menoscabo de la inconsistencia del mismo Casado, tanto ideológica como personal, más el error garrafal de confundir el poder del galón con la autoridad efectiva. La enseñanza elemental se repite, la de que la traición de los propios te helará la sangre, y también la subsidiaria de que no hay dirigencia duradera sin un equipo tan capaz como el líder o más, justo para hacerle mejor. Un grupo de verdaderos colaboradores, en lugar de esos palmeros sin más aval que el carné en la boca, gente con criterio y leal en la crítica para poner a ese líder frente al espejo por mucho que duela la imagen reflejada. Un personal competente en tanto que sagaz en el diagnóstico y certero en la propuesta, fontanería mayor para anticiparse a los problemas y en su caso hallar soluciones de urgencia, con interlocución en el mismo infierno. Nada de eso tuvo Casado con Ana Beltrán en su plantel y mucho de eso le devolvió por ejemplo al trono socialista a Pedro Sánchez después de que las baronías lo desterraran sin contar con la reconquista, con Santos Cerdán entre los escuderos principales. Más allá de nombres concretos, el mal de raíz radica en que en los partidos con vocación de gobierno abundan por lo general los mediocres que sueñan con la remuneración que comporta la actividad institucional, inalcanzable para ellos en la empresa privada. Porque a la hora de repartir cargos prima la fidelidad entendida como sumisión a los méritos objetivables, sin una criba radical de quienes no pueden ganarse las alubias con suficiencia al margen de la política. Luego no nos quejemos de tanto mezquino a sueldo público, aferrados a la poltrona con uñas y dientes. Ni de los asesinatos en los partidos a plena luz del día, en UPN sin ir mucho más lejos. Como próximo escenario del cainismo más mortífero.

Los mezquinos a sueldo público abundan porque al repartir cargos no se criba a quienes no pueden ganarse las alubias con suficiencia al margen de la política