l Cap Finistere, un buque blanco envuelto en una línea azul marino como si fuera un regalo luminoso atracaba en el puerto de Bilbao cargado de británicos el 20 de julio pasada la hora del té. Lo era, un regalo luminoso en una tarde de verano plomiza. Había partido de Portsmouth más de un día antes por primera vez en ocho meses. Se retomaba por fin el diálogo marítimo entre Reino Unido y el norte de la península con una mar en relativa calma tras sucesivas oleadas de pandemia. Una pequeña nube de fotógrafos, cámaras y periodistas esperábamos a Mister Marshall disfrazado de barco de la Brittany Ferries cargado de ingleses, escocesas y galeses. Ansiosos por volver a sacarse la arena de la Costa Brava de entre los dedos de los pies, soñando con sumergirse en Cala Mitjana tras protagonizar un spot de Estrella Damm. Mediterráneamente. Cuando se levantó la compuerta de la bodega apareció un hombre con mono de cuero negro a lomos de una moto abriendo la comitiva de coches y autocaravanas. Muy cinematográfico, Julio Medem. Risas de niñas con pecas y coletas albinas que volaban fuera de la ventanilla junto a perros lanudos. Ojos brillantes de septuagenarios que esperaban ventilar por fin su apartamento costero. En este puerto que aquella tarde fue el epítome de la esperanza en que todo iba a ir mejor se comenta ahora la cancelación de la llegada de otro buque, este ruso y cargado de gas. Después se desmiente. El siguiente paso al cierre del espacio aéreo será el del espacio marítimo. La guerra se libra en diversos frentes, el económico y el estratégico pesan mucho, pero en este caso pesa más el gas, el procedente de Rusia, nuestro gran proveedor. Cuando dimos la bienvenida al Cap Finistere nada nos permitía anticipar que enseguida estallaría otra guerra para redistribuir y polarizar los liderazgos mundiales. En realidad no somos capaces de anticipar nada, a lo sumo si hoy prepararemos para cenar kokotxas o pechugas empanadas. Sabiendo que contar con ello, en sí, es bastante.