uardo en la memoria la última visita a Itoiz antes de que el agua del embalse ahogara sus casas. Recuerdo un silencio que debía ser muy parecido al que precedía a la ejecución de un reo. El presagio de lo inevitable. Tener la certeza de que no volverás a pisar ese suelo y que aquellas lápidas que cubrían las tumbas excavadas junto a la iglesia acogerían en poco tiempo el epitafio de un pueblo donde en otros días las paredes rebotaban voces de niños y las chimeneas avisaban de la actividad en el hogar. La extinción es una de las causas extremas de la despoblación, fenómeno preocupante en el Estado y en Navarra y que fue sometido a examen el pasado viernes en el foro organizado por este periódico. Por causas naturales o por efectos colaterales del progreso, los pueblos, sobre todo los más pequeños, tienen un futuro complicado: pierden a su gente, la actividad se desinfla, el mañana es periodo corto y vivir allí es resistir día a día. Se buscan fórmulas, incentivos, polos de actividad industrial que arraiguen a los vecinos. De momento, son buenos propósitos depositados en gruesas carpetas. Pero en muchos lugares están ya con el agua al cuello. O irremediablemente sumergidos.