e dice un amigo que hay dos momentos en los que el paso de la vida le estalló como una bofetada en la cara: el primero, hace años, el día que una persona más joven se dirigió a él con un “perdone, señor...” al que no supo cómo responder; y, el segundo, más reciente y casi a diario, cuando le preguntan cuánto le falta para la jubilación. Dijo Oscar Wilde que “envejecer no es nada; lo terrible es seguir sintiéndose joven”. Y ocurre que la imagen que proyectamos tiene poco que ver con la que conservamos de nosotros mismos, con lo que fuimos más que con lo que somos. El tiempo corre más que nuestras sensaciones y hay siempre un retrato de Dorian Gray colgado en la pared para recordárnoslo. A mí me pasó que me vi de lejos en la luna de un escaparate y no me reconocí. Dice mi amigo que aquella primera bofetada, en un supermercado en el que obstaculizaba el paso con su carro, le dejó marcado. No se lo he comentado, pero le queda lo peor; por ejemplo, cuando comience a hojear a diario en el periódico la página de esquelas y en lugar de repasar la identidad del difunto, lo primero que busque sea la edad del fallecido. Y entonces sentirá que ya está hecho un cuadro. Como el del personaje de Wilde cuyo retrato envejecía día a día.