Da vergüenza. Impropio de una democracia. Impresentable. La vergüenza de esos partidos mayoritarios mancillando entre dardos cruzados y acusaciones pueriles del tú más el pilar básico de la justicia, teórica piedra angular de un Estado de Derecho. O esa pandilla de jueces rebelándose como piratas contestarios con la Constitución debajo de la suela de sus zapatos. Desazón y hastío. Quizá no pueda esperarse más de una generación de clase política abonada por bastardo interés a la hostilidad permanente del enfrentamiento ideológico que tanto parece rendirles. Así es más fácil entender la oportunidad perdida por el Gobierno y por su correosa alternativa durante ese debate de tediosa chirigota, reclamado ilusamente para alumbrar soluciones a la pandemia de la inflación y que, fatídicamente, estaba condenado desde La Moncloa a acabar en el fango por culpa de los perniciosos efectos de las encuestas.

Bastaría un simple análisis desapasionado para asegurar con cierta dosis de certeza que el Estado español asemeja un polvorín de inestabilidad y dudosa credibilidad. En medio de una crisis internacional, germen de incertidumbres y sangrías económicas, PSOE y PP buscan arteramente su dichoso minuto de telediario, enredados en la podredumbre de un corolario de descalificaciones mutuas, de ese tirando a dar con saña. Descorazonador por patético y ruin. Les importa la patria con la boca pequeña. Lo suyo es el poder por el poder, demoler al contrario con toda una retahíla de descalificaciones, ensanchar al límite las diferencias discursivas, buscar el cuerpo a cuerpo segando la hierba y, a partir de ahí, que los tertulianos –empieza a notarse el desequilibrio entre los dos bandos y suben sus decibelios– den aire a la cometa. Ni un segundo de confrontación en el Senado sobre el grado de idoneidad de cualquier tipo de propuesta en favor del bolsillo ciudadano. Aún peor, quienes se agolpaban expectantes buscando una acreditación para asistir a este trampantojo ya intuían de antemano cuál iba a ser el guion. Sirva esta paradoja: en la búsqueda de un remedio paliativo contra la pérdida del poder adquisitivo, nada más sonrojante que el desenlace: Sánchez acabó reclamando a Feijóo un pacto para renovar el Poder Judicial.

Por esa rendija del desafecto al quejido ciudadano se ha colado acertadamente Yolanda Díaz. Hasta Antonio Garamendi le ha dado involuntariamente un impulso mediático con unas descalificaciones impropias. Este guiño solidario de calado al sufrido consumidor le devuelve buena parte del protagonismo que le viene arrebatando el presidente con su nuevo look progresista de caña a las grandes empresas y a sus terminales mediáticas. Así las cosas, la vicepresidenta se hace un hueco propositivo que le quita de un plumazo a Ione Belarra las dudas o la envidia que le suponía este pulso a las grandes distribuidoras. Y con este órdago, que ya no caerá en saco roto después del gesto de Carrefour, la política gallega arrastra excepcionalmente a todo el bloque ministerial de Unidas Podemos.

Hasta que llegue el desenlace sobre la viabilidad de una cesta más asequible, siquiera hasta las navidades, la ciudadanía podrá entretenerse con los interminables seriales sobre el luto de la monarquía británica por la conmovedora muerte de la longeva legendaria Isabel II. Desde luego que las batallas del CGPJ no les quitará ni el sueño ni el canal de televisión. De un lado, porque quienes entienden semejante insurrección de una camada de jueces contra el Gobierno de izquierdas se sienten asqueados por esta desbordante intoxicación política que arrastra tan ostentosa rebeldía. De otro, esa legión millonaria de familias que solo tienen ojos para otear los nubarrones que se les avecinan antes de llegar a final de mes y que ni siquiera saben quién es Carlos Lesmes. Ni, por supuesto, les importa que se vaya. Sus preocupaciones son más existenciales. Un desapego desalentador que favorece la contumaz rebeldía de unos togados impresentables al amparo de dos partidos decididos voluntariamente a no entenderse. A la izquierda porque así afean el permanente desprecio constitucional de la derecha negacionista y a ésta –ni siquiera cambia con Feijóo– porque malévolamente deja correr el reloj pensando que ya le queda menos para hacer lo que nunca quiso corregir y ahora denosta sin ruborizarse. Impasible el ademán. Le ocurre también a Laura Borràs, refractaria al ridículo impresentable en una huida hacia adelante que desangra más aún las incongruencias soberanistas al acercarse un desalentador 11-S.