Si ahora me firman a mí en un papel que Rusia pierde la guerra y se tiene que volver al estadio anterior y no sucede nada más, ni estallamos todos por los aires, pues yo no tengo mayor dilema. Claro, también me gustaría que se solucionasen los problemas y abusos denunciados por Rusia en Ucrania antes de la invasión y ante los que la comunidad internacional no hizo nada. Pero, ya digo, no tengo especial interés en que Rusia saque ni un metro de territorio de esto. Pero lo que tengo es miedo. Sí. ¿Debería no tenerlo? Lo tengo porque creo que Putin y su gente no van a aceptar una derrota o una semiderrota y que eso, de producirse, no sé en qué se puede traducir, no sé si va a conllevar una locura o no. Ése es el miedo que tengo, de ahí que cada día que leo que Occidente –en el que estoy– sigue armando a Ucrania para que derrote a Rusia me recorra un escalofrío por el cuerpo, porque soy humano, qué quieren que les diga. Un humano con un hijo de 9 años. Y quiero un futuro para él. Como imagino que todos los queremos para nuestros hijos e hijas e incluso para nosotros mismos. Pero yo sobre todo lo quiero para él. Y me da miedo que, como avisa algún militar español que fue agregado en Rusia y Ucrania, no se le dé una sola vía de escape a Putin y se vea tan acorralado que pasemos a la catástrofe. Ya, esto es ser un cenizo. De acuerdo. Objetivamente quizá –digo quizá– se esté haciendo lo que hay que hacer, pero seguro que somos millones las personas que tenemos esta zozobra y que no compartiendo lo que hace Putin tampoco compartimos lo que se está haciendo desde el lado occidental, una actitud que no sé cuánto tiene de peligrosísima para la seguridad global del planeta o de Europa. No sé, reconozco que el sentimiento que reina en mí estos días es el miedo a una escalada insoportable. Confío en que los acontecimientos sean más amables que esos miedos.