Algunos conflictos comienzan así: un día llamas a rezar por la unidad de España y al poco acabas repartiendo hostias. Está escrito en la historia trágica de este país. Del púlpito a la trinchera nunca hubo mucha distancia en las cuatro guerras civiles de los dos siglos anteriores a este. En el nombre de Dios se han saltado muchos Mandamientos y se ha dado la absolución a una tropa de genocidas. Por eso, las recientes invocaciones del cardenal Antonio Cañizares, su sermón apocalíptico sobre la ruptura de España, sobre los culpables de esa supuesta quiebra territorial, suenan a metralla del pasado. Tampoco es la primera vez que lanza esa prédica en la que anuncia una desgracia inminente: debe estar muy poco preocupado por la salud espiritual de su rebaño cuando se dedica a impartir doctrina política, porque de eso hablamos cuando se pone el énfasis en el modelo de Estado, bajo aviso de excomunión a quienes impulsan leyes que emanan del Parlamento y condena al fuego eterno a quienes sucumben a la ideología de género. Cañizares manipula algo tan íntimo como la oración para hacer dogmatismo y enardecer a la feligresía más montaraz. Roguemos al Señor.