Quien conozca esta columna sabe que durante estos meses hemos procurado distinguir entre el uso de la fuerza ilegítimo (la agresión) y el legítimo (defensa). También hemos distinguido las acciones contrarias al derecho internacional humanitario (lo que hace Rusia de modo sistemático atacando objetivos civiles) de las que lo respetan (lo que, con las excepciones que toque investigar, denunciar y perseguir, hace en términos generales Ucrania, que se dirige a objetivos militares).

Hace un par de semanas hablábamos aquí de la tregua navideña como primitivo antecedente del derecho humanitario sin adivinar que devendría tema de actualidad. Creo que cualquier gesto que muestre el más mínimo atisbo de humanidad debería ser recibido en principio con esperanza, a poca credibilidad que tuviera, pero sin obviar que del criminal lo exigible es el cese del crimen, el respeto del derecho internacional y la aplicación del derecho humanitario contemporáneo, no del medieval durante unas horas. En todo caso la desconfianza en la sinceridad rusa estaba más que justificada, como han demostrado los ataques militares e incluso los bombardeos de zonas civiles en las últimas horas, en plena supuesta tregua.

Cabe hacer hoy una reflexión sobre la violencia que apele a nuestra forma de sentirla más que de pensarla, a nuestra reacción más íntima y emocional.

Pienso que conviene hacer pasar cualquier propuesta ideológica, por muy capaz que se pretenda de explicarnos los dilemas más intrincados, por la prueba de su renuncia a la piedad humana, por el tamiz de su relación con la crueldad. Si una posición política nos lleva por un segundo a la indiferencia ante el sufrimiento humano deberíamos resistir la tentación y examinarnos.

De estudiante en Londres me di el lujo de comprar los tres tomos de la autobiografía de Bertrand Russell en una de las librerías de segunda mano de Charing Cross Road. Busco ahora en mi biblioteca y releo en el prólogo la confesión de sus pasiones que culmina con aquel famoso “unbearable pity for the suffering of mankind”.

Hace unos meses comenté aquí el necesario libro de Joseba Eceolaza ETA: la memoria de los detalles, que indaga en los detalles aparentemente menores como señal de la crueldad con sus vestidos de humillación, desprecio o saña. “En los detalles encontramos la dimensión de la deshumanización”, adelantaba Marta Buesa en el prólogo.

Viene al caso esta reflexión tras la operación ucraniana de fin de año contra el cuartel ruso en el que podrían haber muerto 300 soldados rusos. No discuto su legitimidad como objetivo militar. No dudo de que los responsables últimos de las muertes son quienes decidieron llevar a esas 300 personas a territorio vecino a cometer crímenes que debían ser frenados. Solo a Putin y sus secuaces toca la carga de la responsabilidad y de la culpa. Pero no quiero permitirme cercanías con algunas muestras de alegría o falta de respeto ante esas muertes, aun cuando la acción fuera necesaria. La banalización del sufrimiento es la antesala de un lugar al que no quiero entrar.

Las decisiones militares de uno y otro actor no nos corresponden, pero nos toca decidir cómo reaccionamos ante ellas. Me repugna que los predicadores de la causa rusa se refieran con frecuencia a los ucranianos con una carga de desprecio e indiferencia por su sufrimiento. Sé que nunca estaré en su bando por esa actitud cruel de la que debe uno siempre alejarse cualquiera fuera la causa. Por esa misma razón me aparto de aquellos que en redes, defendiendo una causa justa como la resistencia ucraniana y su legítima defensa, se permiten comentarios alborozados ante los muertos del bando agresor.

El uso de la fuerza, como último recurso, es en ocasiones legítimo y necesario. El caso de la resistencia ucrania ante el crimen sin duda lo es. Pero la indiferencia por el sufrimiento humano nos señala aquello de lo que queremos diferenciarnos. Que no nos encuentren nunca brindando contra la vida, por más justa que sea la causa.