Solo el amor exacerbado a un equipo de fútbol puede justificar hoy en día la asistencia regular a un estadio.

El precio del abono sale más barato que el coste de las muchas incomodidades. El público ha de soportar la subordinación de calendario y horario a los intereses de las plataformas de televisión, con alta y rentable inversión en la cobertura de este deporte de masas. Y, a veces, un abuso arbitrario de la seguridad.

Los señalamientos ignoran las dinámicas laborales, familiares y sociales. Lo mismo invaden la hora de la comida que demoran la vuelta a casa en víspera de jornada escolar y laboral. Programar un partido de Copa a las 22 horas de un día entre semana es la máxima expresión de menosprecio al aficionado. El negocio no entiende de romanticismos, de la ilusión de unos cuartos de final coperos tras quinquenios de ausencia en el césped local.

Una ofensa al residente en la ciudad sede del estadio y un abuso mayúsculo sobre quienes se desplazan desde otras localidades. Una tentación para cambiar la taquilla del club por la de los operadores de televisión. Más barato y más cómodo. Parece que los señalamientos quisieran abortar la fidelidad presencial a unos colores y la creación de una cantera de seguidores. Tampoco estimula una aplicación desconsiderada de la seguridad ya desde los tornos de acceso.

El reciente episodio de la retirada obsesiva de pancartas y banderas alcanzó el ridículo al incluir un cartel manuscrito en demanda de la camiseta de determinado jugador. El personal de seguridad –de uniforme o con peto– ha de tener tacto y explicaciones convincentes. Ambos escasean. Y por mucho que el Riau-Riau sea himno habitual, el Sadar no es la plaza de toros en materia de ingesta sólida y líquida. Solo se le asemeja en ambiente y diversión. El alcohol, en palcos de privilegio. Seguridad caprichosa, señalamientos incómodos, discriminación clasista. Osasuna nunca se rinde. Algún día, el público damnificado se rendirá.