Ha vuelto febrero. El día 24 se cumplirá un año desde que los tanques rusos cruzaron las fronteras en una operación militar especial que creyeron sería una viril marcha triunfante ante cuya sola imponente presencia el vecino caería rendido o huiría. Pero las cosas fueron diferentes.

Si ustedes han seguido de forma ocasional esta columna, saben que hemos permanecido atentos al conflicto durante estas 50 semanas. Hay detrás una implicación un tanto personal. Había yo colaborado en una red de universidades rusas dedicadas a los derechos humanos y dado algunas clases allí. Esperaba algún vislumbre de reacción en aquellos con los que había creído compartir algunos principios y sólo recibí el gélido eco del silencio, cuando no cosas peores. Con colegas diplomáticos rusos tuve que discutir en público comprobando que sobre las moquetas de una organización internacional también se puede oír ese ruido de platos rotos sobre el suelo de la cocina que marca a veces el punto de ruptura de una relación. En la Universidad de Deusto me dieron la oportunidad de impartir un curso de grado, improvisado de forma urgente, para cubrir las necesidades de un grupo de alumnas refugiadas. Vi en su mirada lo que sus palabras no decían. No he seguido, por tanto, el asunto con la distancia del observador distante. Tampoco con la pasión impostada del entusiasta de las trincheras ideológicas o con el ardor de quien pelea sus luchas antiimperialistas en patio ajeno.

Conviene en todo caso asegurar que la implicación –aunque sea frente a la injusticia– no asalte el criterio de quien quiere entender y razonar. Aunque releo las columnas y no encuentro nada que no pueda volver a firmar sin vergüenza o que el tiempo demostrara incorrecto, sé que no basta con no errar la dirección, hay que hacerlo con los argumentos y las formas adecuados. Conviene estar más vigilantes ante nuestros prejuicios que ante los ajenos. Son nuestros ángulos muertos llenos de trampas traicioneras. En las lides, como decía un viejo moralista del XVI, hay que pelear lo justo justamente.

En las cuatro columnas que me tocan este mes quiero reflexionar, con su permiso, sobre esas lecciones que brotan de esta guerra pero aplicables a cualquier otra. Hoy les propongo las dos primeras.

  1. La historia cuenta. Hemos comprobado que la historia no es pasado, sino presente que modela visiones, crea proyectos colectivos y moviliza recursos incluso militares. Frente a visiones pretendidamente más realistas que nos explican los conflictos solo en clave de economía, intereses materiales o recursos naturales, observamos el decisivo rol de la memoria como creadora de un discurso y un sueño que puede hacernos caminar hacia la vida o hacia la muerte. No podemos entender lo sucedido si no estudiamos la historia de Rusia, su identidad geoestratégica, su necesidad permanente de controlar el territorio colindante para sentirse segura y respetada, su equilibrio inestable entre Europa y Asia. Si uno escucha los discursos de la propaganda rusa está reviviendo las grandes guerras patrióticas, está volviendo a pelear la Segunda Guerra Mundial, está expulsando a los nazis de Europa. La lección recibida quizá recuerde la necesidad de respetar la historia acercándonos a ella –la nuestra la primera– con pasión, pero con espíritu desmitificador. Es menos emocionante, pero genera mejor futuro.
  2. La insensibilidad ante la crueldad como indicador. Les hablé hace unas semanas de la necesaria prevención ante las ideologías que nos invitan a la insensibilidad ante sufrimiento ajeno. Esta indiferencia moral debería ser nuestro medidor ético primero y servirnos como criterio político básico. La crueldad no está sólo en los grandes males de la historia, sino muchas veces se esconde en los detalles menores a nuestro alcance, que debemos aprender a identificar y rechazar.

La semana que viene, si usted y el periódico me aguantan, les propondré otras dos o tres cuestiones que quizá puedan igualmente ser leídas como lecciones de un año.