Al ser periodista, comprendo de sobra que los medios de comunicación se ocupan entre otras cosas de mostrar imágenes sobre hechos, para transmitir lo que ocurre. Algunas imágenes tienen un enorme poder para con una sola hacerse una idea –emocional, intelectual, visceral– casi plena de qué ha pasado. Las imágenes del terremoto de Turquía y Siria son buena muestra de ello. No seré yo quien me ponga a dar lecciones a los compañeros y compañeras que tienen que decidir qué foto o fotos meter en una información, puesto que hay cientos y a veces elegir es una tarea complejísima. Y, por tanto, tampoco soy nadie para criticar qué fotos salen. Sí tengo claro que, como lector –y como consumidor de redes sociales– hace ya tiempo que traspasé el umbral del aguante y que no he sido ni voy a ser capaz de ver esa imagen en la que un padre da la mano a su hija aplastada por el cemento.

No tengo estómago, me revienta por dentro y a mis 50 años he visto suficientes dramas televisados y fotografiados para que me baste una toma área de edificios caídos para hacerme a la idea de lo que puede haber ahí debajo: el horror, en su máxima expresión. Lo que sí me atrevo a preguntar es qué buscamos -como sociedad, como medios, como personas usuarias de medios- cuando colgamos o ponemos fotos tremebundas de esta clase: ¿hacer más visible el dolor para mover a la solidaridad, compartir el espanto para al hacerlo sobrellevar mejor la pena, ir a lo más triste sin más ni más? Es algo que siempre me ha dividido y para lo que no tengo una contestación clara, puesto que puede ser, además, una mezcla de varias cosas. Lo único que sé es que yo esa imagen no la he visto y en redes he sido capaz de esquivarla apartando rápidamente la vista sin fijarme en detalles, porque, sinceramente, creo que el dolor de ese padre –y la vida llena de ilusiones de esa niña– no están en este mundo para que yo los mire.