Total, que se ha muerto Raquel Welch, que era mucha Raquel y mucha Welch, tanto que en su día se le llamó El Cuerpo y tanto que fue el poster con el que Tim Robbins tapaba el agujero que iba haciendo en su celda en Cadena Perpetua para largarse de la cárcel. El Cuerpo. Leí que es un apodo machista. Ya no sé. Quiero decir, ya no sé nada. Porque si algo era evidente en Welch era su cuerpo. Un cuerpazo. Como era evidente que Paul Newman era guapo a reventar. ¿No se le puso mote? Da igual. Las mujeres y los hombres suspiraban por él y no pasaba nada si una mujer decía alguna burrada sobre Newman. A mi en parte ese mundo antiguo me gustaba. O crecí en él. Un mundo en el que con respeto y sin ánimo de molestar podías decir de tal o cual que madre mía madre mía o cosas así. Ahora ya no se puede. O si se puede hay que medirlo todo mucho. Tanto que no te acaba mereciendo la pena y te callas. Y si te callas ante la belleza, ¿qué queda? No sé, quizá no quede ya nada, porque el horror aprieta mucho. Y, ojo, que estoy de acuerdo en que muchas de las expresiones, modos y hasta tonos que se usan para destacar atributos físicos son chungas y faltonas y que, además, hay que tener un cuidado extremo en decir nada del cuerpo de nadie en persona, sea para bien o para mal. En eso de acuerdo. Pero es que ya el respeto a decir nada alcanza a decir nada sobre Raquel Welch. Es como no poder decir que Marlon Brando tiene 30 polvos, para quien lo sienta así. Yo esto lo digo porque ya se murió, pero sobre alguien vivo ya dudo, lo cual me lleva a pensar en el estado de las cosas en el que estamos, un estado en el que esta corrección corporal llega a tal extremo que verbalizar la, con perdón, follabilidad intrínseca y extrínseca de alguien con un adjetivo blanco y banal es visto, qué se yo, como una afrenta o una ordinariez machista. Es una deformación muy negativa de un objetivo muy correcto.