No recuerdo en qué vieja película el marido infiel le prometía a su amante que le iba “a poner un estanco”, engañifla al uso de la época para que el crápula siguiera sosteniendo la relación con falsas promesas. Más allá de esa artimaña, el estanco siempre es presentado como un negocio seguro en el que la alta inversión inicial puede rentabilizarse en poco tiempo. Pero nunca ha sido fácil hacerse con una licencia: sé de quien durante años tocó todas las teclas posibles para intentar abrir uno, sin llevar el plan a buen puerto al chocar con mil trabas. Los requisitos son largos y minuciosos; pese a ello, ahora mismo los interesados pagan cifras desorbitadas por hacerse con uno en lugares fronterizos. Por algo será… Porque la venta de sellos no parece muy lucrativa ahora que casi nadie escribe cartas. También me llama la atención que en tiempos de combate contra el tabaquismo, en los que se arrincona a los fumadores, cuando cae el consumo de cajetillas, para obtener un establecimiento expendedor haya que pujar como en una subasta de cuadros o joyas en Sotheby’s. Y no falta quien lo haga. El negocio también se ha diversificado; ahora ofrecen objetos de librería y papelería, regalos, accesorios de móvil, recarga de tarjetas, juguetes, lotería, quinielas… ¡Incluso dispositivos para dejar de fumar! Y no es vender humo.