Entre las noticias de la pasada semana, me ha tocado una en especial, la sustracción de una orquídea silvestre del Paseo del Arga, la única de su especie identificada en Pamplona. Busco fotos y es preciosa. En la base, hojas grandes y con lustre, el tallo erguido (puede superar el medio metro de altura) e inflorescencia en espiga, es decir, pequeñas flores de unos dos centímetros formando algo así como una punta de lanza. Además, dicen que su olor recuerda al de las rosas.

Como prefiere el clima mediterráneo, hay muy pocas en Navarra, así que, solitaria y espigada, era una perfecta rareza y como tal estaba amorosamente protegida por una rejilla. Puede que este elemento diferencial determinó que alguien se fijara en ella y en un acto de vandalismo sin más se dejara tentar por lo prohibido o lo digno de amparo o, y tal vez sea lo más plausible, ese alguien conocía la excepcionalidad de la barlia, llevaba tiempo detrás de ella y por eso la arrancó entera, con el bulbo y todo, para replantarla. ¿Este dato y la falta de consideración a la rejilla descarta a un recolector o recolectora inocente que quería volver con un ramo a casa para perpetuar el efecto restaurador del paseo?

Quién la cuidó estableció con ella una relación de reconocimiento y necesidad, como el Principito con su rosa. Intuirla en una pequeña elevación del suelo, verla asomar, crecer, asegurar las condiciones para que prosperara y dedicarle tiempo seguro que fue ocasión de alegría, esa que se activa al ver cómo progresa lo que nos parece hermoso y que dota a nuestras acciones de belleza e intensidad. Para esa o esas personas, la barlia resignificó el lugar donde crecía. No deja de ser un caso de privatización de lo público. Lo siento.