Hola personas, ¿qué tal va la primavera?, con calma, que ya somos mayores para alteraciones de la sangre que luego nos pasan factura.

Bueno, recordaréis que estábamos recorriendo, de la mano de Pedro del Guayo, la Pamplona napoleónica, la de la ocupación francesa. Nos habíamos quedado con nuestros antepasados metidos en una guerra que se encontraron en casa sin comérsela ni bebérsela. Una situación que duró seis años, pasados como buenamente se pudo. Veámoslo.

Navarra y, más ceñido a nuestro entorno, Pamplona, no fueron frentes de guerra, aquí no hubo grandes batallas, ni heroicas gestas. La vida urbana aquí apenas cambió, los franceses no se entrometieron en el gobierno municipal, dejaron gobernar, dentro de un orden, a los regidores de turno y solo impusieron normas de cierta urbanidad que, en honor a la verdad, tampoco nos vinieron mal. Así, por ejemplo, los gabachos en un decreto del 10 de octubre de 1810 suprimieron aquella ancestral costumbre de, al grito de agua va, arrojar por las ventanas toda serie de inmundicias, costumbre que, a pesar de que Pamplona contaba desde el siglo XVIII con un avanzadísimo sistema de alcantarillado, estaba muy extendida entre los vecinos y si no estabas listo cuando andabas por las calles de la vieja Iruña te podías llevar una desagradable y olorosa sorpresa. Así mismo se ordenaba a los vecinos barrer y adecentar los metros de acera que correspondiesen a su fachada, con amenaza de fuertes multas en el caso de incumplimiento. También, por orden de 5 de diciembre de 1808, ellos fueron quienes obligaron a empezar a enterrar a los difuntos en el cementerio de San José, vulgo Berichitos. Construido en 1806, cumpliendo la orden de Carlos IV, no albergaba ni un cadáver ni medio, las familias seguían dando sepultura a sus muertos en las fuesas que tenían en sus parroquias, ellos no concebían llevar a sus seres queridos a kilómetros de distancia y dejarlos en un descampado frío y lejano. Los franceses obligaban a ello, si bien, con nocturnidad y la complicidad de los párrocos, muchos de los difuntos seguían siendo enterrados en las parroquias. De todos modos, los franceses no se mezclaban con los muertos autóctonos y para ellos crearon dos cementerios aparte, uno, llamado Cementerio de los Finos, en la zona donde hoy está el instituto Julio Caro Baroja-La Granja y el otro, según figura en el Archivo Municipal, en la zona del Prado de San Roque, o sea, por donde la antigua cárcel.

Que Pamplona no fuese frente militar no quería decir que los pamploneses estuviesen quietos en sus casas viendo pasar el tiempo y los atropellos que se daban en su entorno. Hubo muchos que se dedicaron a pasar información a la guerrilla de Mina, primero, y de su tío Espoz después. Algunos alcanzaron fama. Así por ejemplo en la casa de la Suscripción, en la Plaza del Castillo, la que todos conocemos como Casa Archanco, en 1808 José Guidotti, un suizo afincado en Pamplona, abrió un café-billar en el primer piso. Guidotti trabajaba también como aposentador en el palacio de los virreyes en donde vivían los gobernadores y donde se cortaba el bacalao. Dada su helvética procedencia dominaba el francés y escuchaba todas las conversaciones de los dirigentes invasores para luego bajar a su café-billar y trasmitírselo todo a los guerrilleros que le esperaban para recibir la información. Otro gran confidente de la guerrilla fue Pedro Miguel de Alcatarena y Garayoa. Vecino del número 16 de la Calle Mayor era el propietario del molino de Caparroso, situado en la Magdalena, y en él se encargaba de moler y suministrar harina para el pan de los soldados franceses. Su oficio le ponía en contacto con oficiales napoleónicos que le comentaban movimientos de tropas, de municiones y otras noticias importantes que él transmitía a la guerrilla de Mina y de Espoz a través de sus empleados que llevaban los mensajes al maestro de Beriáin y este al jefe guerrillero. Otro activo enemigo de los franceses fue Miguel Criado, alias Malacría, empleado del hospital de la Misericordia –actual museo– y enterrador titular de la ciudad. Vecino de la Cuesta de Carpinteros, el tramo que sube de Santo Domingo al Museo de Navarra, ideó, junto a Clemente Espoz, una estratagema genial para saltar el control que los hijos de Robespierre tenían en toda la ciudad para que de ella no saliese nada que fuese en su contra o perjuicio. Malacría y Clemente cada día sacaban un carro lleno de ataúdes camino de la Huerta de Larequi para darles cristiana sepultura, al llegar al control de turno imagino la situación: ¡alto! ¿qué lleváis ahí?, ¿tú que crees?, difuntos ¿quieres verlos?, no, no, sigue. Y con el carro pasaban los ataúdes, cada uno con su muertecico dentro, excepto uno que llevaba documentos, uniformes y armas para la guerrilla. Los enterraban para disimular y cuando caía la noche se desenterraba el que interesaba y se llevaba a Beriáin donde el párroco lo recibía y daba el correspondiente curso a lo que allí encontraba.

Los descubrieron, pero lograron escapar, Clemente se fue a Cádiz, Malacría se alistó con Mina con peor suerte ya que, en 1810, fue detenido y ahorcado.

En el lado oscuro de la ocupación hay que colocar a Jean Pierre Mendiry, bajo navarro de Saint Jean de Pied de Port y euskaldún, que impuso un régimen de terror tal que años después de la guerra aún se asustaba los niños con un: ¡que viene Mendiry! Jefe de la Gendarmería del Ejército de España, fue responsable de miles de detenciones y cientos de fusilamientos y deportaciones. Todo estaba bajo su control. Solamente una persona manejaba a Mendiry a su antojo en toda Pamplona: María Josefa Landarte, la Pepa, su amante durante los años de ocupación. Casada con Matías Xabier Alonso, carnicero de la calle Pozoblanco, conoció a Mendiry y se las apañó para hacerse un hueco en su cama y llegar a ser una de las personas más influyentes de Pamplona; a cambio de regalos y dinero conseguía del temido comisario la libertad de un preso o la salvación de un condenado a muerte. Interesante y apasionada historia.

Poco más cabe en mi espacio y queda mucho por contar. Resumiendo diré que a partir de junio de 1813 Pamplona se vio sometida durante cuatro meses a un férreo cerco por parte de los ejércitos aliados, ingleses, españoles y portugueses, que estaban decididos a ganar la plaza matándola de hambre. Tras muchos avatares, el 1 de noviembre de 1813 las tropas francesas desfilaron por el portal Nuevo de Santa Engracia entregando las armas. En Pamplona la guerra había terminado.

Besos pa tos.

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