Al final, con todo eso de los resultados y las combinaciones y las conversaciones y eso quedó en un segundo plano un dato que pasados unos días la verdad es que da que pensar: la participación en las forales del 28 de mayo fue del 64%, 8 puntos menos que en 2019 y la cifra más baja de la historia de unas elecciones autonómicas en Navarra. No es un dato baladí. Por mucho que la tarde de ese domingo se complicara por la lluvia, parece obvio que el interés despertado entre la ciudadanía fue notablemente menor que hace 8 años, algo que se puede agudizar en las generales que el ínclito Sánchez nos ha endosado nada menos que un 23 de julio, obligando a millones de personas o a elegir el voto por correo o a tener que andar dudando entre si volver a tu lugar habitual por unas horas o seguir con esas vacaciones o fin de semana fuera de casa o directamente en el pueblo y que vaya a votar Rita.

Creo –me puedo equivocar– que en general la gente sabemos muy bien lo importante que es la política porque de ella emanan cuestiones básicas pero que al mismo tiempo estamos la inmensa mayoría hasta el corazón de los políticos, de sus cuitas, de sus ataques, palabras, reproches y su exceso de presencia en nuestras vidas a través de unos medios de comunicación que tras la pandemia poco a poco han vuelto a otorgarles el papel estelar que les arrebató el covid. En eso, las redes sociales pueden llegar a ser incluso peores, al menos algunas, puesto que muchas veces son escenarios de encarnizadas batallas entre partidarios de unos de otros, lo que finalmente acaba provocando el lógico hastío y un desapego notable que te lleva a dudar seriamente si merece la pena el votar o no hacerlo. Creo que sigue siendo importante y que la cita del 23 de julio es importante para defender muchas cuestiones logradas que peligran y obtener más, pero no es menos cierto que no lo ponen nada fácil.