El humo impregnó el ambiente en el último día de las fiestas, ese 14 de julio en el que arden los últimos rescoldos. El viento trasladaba desde el noreste las cenizas del incendio desatado en las proximidades de Olloki y prendía la preocupación por lo que pudiera suceder en los alrededores de la capital. El fuego pasaba a ser una amenaza después de nueve días en los que ha sido una vez más parte indisociable de los festejos; desde la nubecilla humeante que dibuja el Chupinazo en el cielo hasta el estallido que impacta en la oscuridad de la medianoche en un Pobre de Mí alumbrado por miles de inofensivas velas en una quema controlada de plástico y cera. Y entremedio, las colecciones multicolores de los fuegos artificiales y las chispas del zenzenzusko, que también chamuscan al descuido. Nada que ver con las Fallas, pero en San Fermín también hay mucha pólvora para quemar. Este año, las lenguas de fuego asomaron cuando se consumía la fiesta. Hoy, aquí y allí, solo quedan las cenizas.