Ya no sé en qué fase del culebrón, folletín (con perdón) o sainete Rubiales estamos, habida cuenta de que ya ha opinado hasta Greenpeace Islandia, su familia entera, todos los organismos nacionales e internacionales parecen estar sobre el caso y la prensa de todo tipo ha lanzado toneladas de información para que muramos por aplastamiento, que es lo clásico de este país en cuanto se pilla un hueso sabroso.

De cualquier manera, más allá del recorrido final que para Rubiales y la Federación Española de Tíos Fules tenga el asunto, lo más en claro que podríamos sacar todos de esto es que seguimos viviendo en una sociedad con evidentes vicios, tics y conductas machistas, de alta, media y baja intensidad, y que si este episodio grotesco sirve para apuntalar conciencias y sacar a la luz situaciones mucho más duras que un beso robado y dinámicas instaladas mucho más ocultas que todo lo conocido pues hay que darlo por bueno.

No nos engañemos: el 99% de los hombres de cierta edad somos perfectamente conscientes de que hemos protagonizado, participado o dejado suceder numerosas situaciones, pensamientos, conversaciones y toda clase de vivencias a lo largo de nuestra vida que vistas con el paso del tiempo te pueden hacer sonrojar. No tienen por qué ser delictivas, ni duras, ni vergonzantes, sino solo parte del ADN cultural en el que nacimos y nos movimos y que forma un caldo de cultivo. Contra eso hay que luchar, sin aspavientos y sin cortarse las venas, simplemente analizando qué me sentaría mal a mí si estuviese en la posición en la que se encuentran las mujeres.

No hay mejor ejercicio. Dicho eso, por supuesto que luego se pueden dar casos de los que se saque más recorrido del que realmente hay para sacar y también abusos o injusticias, pero eso no obvia ni elimina el problema principal, que es el que nos incumbe a todos: la desigualdad en todas las capas de la sociedad.