El presidente del Tribunal Supremo en funciones, Francisco Marín, afirmó ayer que la situación de la justicia española es desoladora. La misma calificación de desoladora que le otorgó hace un año el anterior presidente de este tribunal y del Consejo del Poder Judicial, Carlos Lesmes, antes de dimitir de ambas responsabilidades. Una frase, rotundamente descriptiva, que responde fielmente a una realidad palpable y de la máxima gravedad. Desde 2018, cada año la apertura de eso que se llama Año Judicial se convierte en un show político que ya ni siquiera puede ocultar las graves carencias y déficits que atraviesa la justicia en el Estado español.

Tanto en sus altos tribunales, con una progresiva politización de sus miembros que ha derivado en una creciente pérdida de imparcialidad, independencia y credibilidad social y la judicialización de la política como estrategia partidista, como en los tribunales ordinarios, donde la permanente falta de recursos humanos, tecnológicos y materiales conlleva una eternización de los procesos judiciales en perjuicio de las garantías procesales de los ciudadanos. Los barómetros sociológicos muestran ese declive situando a la justicia como el servicio público peor valorado, pero a esos altos magistrados empeñados en convertir en panfletos políticos sus fallos judiciales eso no parece importarles nada. El Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de jueces y magistrados, sufre desde hace casi cinco años –se cumplen en diciembre–, una anormal e irregular situación de interinidad y bloqueo por la negativa del PP a peder el control político que impuso en los tiempos de la mayoría absoluta de Rajoy en 2013.

En todos estos años de interinidad, el CGPJ ha pasado de tener los preceptivos 20 vocales más el presidente a disponer solo de 16 consejeros, incluido el presidente suplente. La mayor parte ocupan el sillón en esta institución habiendo cumplido ya el mandato constitucional. Esto es, siguen aferrados al cargo y a las prebendas y salarios que conlleva incumpliendo la Constitución, lo que habitualmente es una ilegalidad. Los mismos a los que se llena la boca con la palabra Constitución y enarbolan su supuesto constitucionalismo como patente de corso para justificar todo tipo de tropelías, suelen ser los que incumplen sistemáticamente esa misma Constitución en todos aquellos artículos cuyo contenido no les gusta o les viene mal cumplir.

La realidad de la devaluación de la separación democrática de poderes es que los altos tribunales han sido copados en los últimos años por jueces y fiscales afines al PP, en muchos casos saltándose los procedimientos ordinarios y optando por candidatos con menor experiencia. Ni siquiera se molestan en disimular: la afinidad política, el amiguismo corporativo o el nepotismo familiar han acabado impregnando todo. También la credibilidad e imparcialidad de la justicia. Perdidas hace ya tiempo las mínimas formas en el respeto a las reglas de juego político democrático y las bases de la separación de poderes de cualquier sistema parlamentario digno, la ideología campa a sus anchas en los autos de los jueces, en sus artículos de opinión y en sus intervenciones como tertulianos. En esa encrucijada temerosa, la democracia y los principios constitucionales de una justicia independiente, democrática y garantista para otro año.