Deambularán por los invernaderos ya nieve, granice o caiga fuego, dormirán debajo de los puentes, cerca del río, en algún edificio en desuso o en vehículos abandonados, rodeados de ratas, basura y humedad. Pero las fuertes lluvias torrenciales han complicado aún más si cabe su situación. “Estar en la calle es muy difícil, es imposible ir a clase sin dormir”, reconocía ayer Mohammed Ria, de 29 años, entre la treintena de inmigrantes magrebíes que se acercaron al almacén de la ONG Apoyo Mutuo (IWER) para desayunar chocolate, bollos y fruta.

Muchos estudian castellano y algún curso de fontanería o albañilería. En cuanto puedan se empadronarán en la vivienda de un amigo, primo o alma caritativa. Tratan de aprender el idioma, estudiar un oficio y lograr la ayuda necesaria para poder alquilarse una habitación, comprarse unas zapatillas y, en muchos casos, mandar dinero a su familia. Cien euros, mil dirhmas, dan para mucho, y 350 euros es el salario medio de allí. Que les digan ahora con el terremoto!

¿Va a volver a su país?: “No, estamos en Europa y necesitamos ayuda porque la gente está sufriendo de verdad”. En tres años tendrán papeles, toca sobrevivir. Entre enero y marzo se habilitaron y ocuparon hasta 140 plazas entre los dos albergues y algunos hostales. Muchos de ellos tuvieron que regresar después a la calle. Hoy siguen dando tumbos. Es la pescadilla que se muerde la cola: no se quiere sacar a los chicos de la calle pero se les desaloja a los que duermen fuera. Y una se pregunta, ¿es mejor convertirlos en currelas o en carteristas?