Escribe Pablo Iglesias: “La derecha española no son ni Feijóo ni Abascal; estos dos son solo dos piezas que la derecha de verdad puede hacer caer cuando considere”. Enunciado certero para un orbe ideológico que a primeros de julio acariciaba la columnata de la Moncloa, se encabrita ante la posibilidad de quedarse con un palmo de narices, y busca inflamar la calle. La diestra cuenta con un gran poder: autonómico, judicial, económico, mediático... pero busca la guinda del pastel desde un imaginario tremendamente arrogante. El del centinela de un Estado que entiende como dominio. De ahí que se soliviante cuando la realidad electoral democrática le desmiente. Su ‘ verano azul’ tras el 23-J se ha convertido en piscinazo. Pero su contrariedad está adquiriendo niveles que van más allá de la crispación habitual, y confirman la seriedad del problema de un nacionalismo español furibundo, cada vez más rabioso y excitado, que busca enardecer a la población haciendo uso de un vergonzoso victimismo, promoviendo 6 años después del 1-O un a por ellos ahora contra el PSOE y Sumar, con el objetivo fundamental de amedrentar a Ferraz, y torpedear cualquier reseteo del conflicto en Catalunya o de gestualidad plurinacional en el Estado. Desde la irrupción de Vox y de Ayuso, la radicalización del Partido Popular es manifiesta, y ha reforzado un imaginario de enemigos y traidores contra España, mucho más propio del tardofranquismo que de un marco de convivencia democrática. Esta deriva describe la cínica idea que la derecha tiene por la concordia, la convivencia y la moderación en pleno siglo XXI, cien años justos después del inicio de la dictadura de Primo de Rivera, y casi 48 desde la muerte de Franco. En este contexto, Feijóo se ha quedado semidesnudo, una vez que su opción táctica de investidura ha evidenciado su vacuidad, por más que González o Guerra le presten raudos sus paños. Feijóo se agarra a la esperanza de jugarse su ser o no ser en una hipotética repetición electoral, y catapultarse, entonces sí, al estrellato. De lo contrario quedaría tan capitidisminuido que sería su funeral político. Un todo o nada arriesgado, pero más lo puede ser quedarse en la oposición. Presidir hoy el Partido Popular se ha puesto muy complicado. Más que en tiempos de Rajoy, el del joder, qué tropa (2006), que aguantó estoico los desplantes de Aznar y los movimientos de Aguirre. Aznar sigue hoy empeñado en marcar el paso al PP, Aguirre habla de “organizar la resistencia” a Sánchez, Ayuso se afana en superar a la maestra, y Feijóo, gallego como Rajoy, da más vueltas que un tío vivo, con un comportamiento entre endeble, errático y cínico, que describe sus urgencias y debilidades internas. Su aureola de moderado con la que entró en Génova se ha ido perdiendo por el camino, y sus amagos de hombre comedido duran un suspiro. Ante esas coordenadas, el Partido Socialista y el soberanismo catalán deben proceder con valentía y audacia si de verdad no quieren ir a una repetición electoral. No son días para sucumbir a posiciones conservadoras ni dogmáticas. Harían bien todos los partidos independentistas catalanes en entender los riesgos de un tablero reaccionario, y en hacer una lectura realista del momento y de lo sucedido desde 2017. Hay un sector muy importante de este Estado que persigue la involución y otro que busca un estancamiento decadente. El reto desde Esquerra y Junts debería ser que no se salgan con la suya, y avanzar. Pero quien se presentará a la investidura tras Feijóo será Sánchez. Si quiere contar con los apoyos, trazar el camino para una nueva legislatura, y abonar la obra de su presidencia deberá esforzarse, y no limitarse a resistir.