Leche, octubre. Esto va rapidísimo. Aunque no tanto como las uñas. Suelo acordarme a menudo de una cosa que dice Bob Dylan –que el otro día actuó en el Farm Aid, el concierto en favor de los granjeros estadounidenses, en el que no actuaba desde 1985, en la primera edición– acerca de las uñas. Dice: ¿Te has cortado alguna vez las uñas o el pelo? Pues ahí tienes la experiencia de la muerte. A mí con las uñas me pasa. Me da la sensación de que cada vez me las tengo que cortar antes, que crecen más rápidamente año tras año y que eso me acerca a la cuesta abajo. Porque leí que las uñas son células muertas que se endurecen y de ahí mi presentimiento de que mis células cada vez se mueren más rápido y por eso lo de andar cada dos por tres con las tijeras arreglándome las manos, quitándome la muerte de encima. Las uñas largas son un incordio para teclear, así que me las tengo que recortar habitualmente. Dylan, no. En las fotos le ves esas uñas largas que se dejan los que tocan la guitarra, que les deben de venir bien para rasgar las cuerdas. Claro, que Dylan también escribe, así que no le dará repelús teclear con esas garras. O no se las corta tanto precisamente porque si se las corta a menudo tiene más veces esa experiencia de la muerte de la que habla. A mí me pasa. Con el pelo no. Cuando me lo corto, como es cada bastante, no lo noto. Aunque se me cae cada vez más. No sé, el caso es que ya es octubre. Y tengo como una especie de certeza de que es el octubre catorcemil que empiezo. ¿No les pasa? Siempre creo que he empezado muchos más otoños que veranos. Igual es que lo bueno se olvida más fácil. Y eso que octubre suele ser un mes bonito, aunque al final te pegan la estocada de atrasar el reloj y que oscurezca a las 6 y poco. Octubre anuncia la cueva, eso es cierto, pero aún ofrece días que se parecen mucho más a mayo que a noviembre. Tengo que cortarme las uñas.