A mí de veras que me gustaría –sobre todo por ustedes, especialmente los que llegan hasta el final de los textos en un mundo en el que como mucho nos leemos los titulares y ya– ser uno de esos columnistas con certezas como puños y soltárselas día tras día sin ningún reparo. Decenas de certezas. Qué digo decenas, centenares de ellas, miles, pues miles de columnas llevo ya. Pero no les voy a engañar: no tengo tantas certezas como temas hay. No sé si me gustaría, tampoco. Quizá a la hora de escribir sea más cómodo, que sabes cómo empiezas, cómo sigues y cómo acabas, pero a título personal es probable que me prefiera así: incompleto. Con la amnistía, por ejemplo. Me encantaría ser uno de esos de Madrid tan en contra. O uno de Barcelona tan a favor. Pero es que me supera el tema, lo admito. Ya me superaba, si lo miro en perspectiva, lo que pasó aquellas semanas de 2017. Y creo que me supera también ahora. Vamos, creo comprender lo que pretende Sánchez, que es como la selección italiana de los 80, que crees que la tienes contra la lona y se levanta de todas. Y lo que pretenden los que se oponen a Sánchez. Creo entender el conjunto de la cosa, como comprendía lo que pasó en 2017. Lo que no tengo claro es qué opino yo de todo eso y de todo aquello, más allá de que sigo creyendo que si hay una situación clara es positivo y democrático preguntar a los pueblos cuál quieren que sea su futuro. Eso lo tengo claro. Todo lo demás, ya… Como que me excede, de puro enrevesado y manoseado y putrefacto que está y estaba y de tantos intereses como hay y posturas irreconciliables y mucho “la ley está para cumplirla” y “ya, pero mira quién es el que hace la ley”. Para mí que todos tienen su parte de razón. Y de culpa. Y de castigo con el que apechugar. Pero lo mismo me equivoco, ya digo. O simplemente no puedo seguir la obsesión social por tener una opinión inequívoca sobre todo.