Llevo veintipico años rellenando esta columna semanalmente en el Diario de Noticias. La llamé MILENIO porque entonces parecía que cuando llegara el nuevo siglo todo iba a ser diferente. Algunos, por entonces, hablaban del fin del mundo, del fin de la historia, del fin de todo… Otros estábamos ya convencidos de que o tomábamos las riendas de la responsabilidad y avanzábamos en la equidad y la igualdad para todos los seres humanos o nos iba a ir mal. Nadie nos hizo caso, al menos no demasiado, porque aunque se fueron fijando objetivos (primero del milenio, luego del desarrollo sostenible) o abriendo agendas y protocolos internacionales, lo cierto es que las cosas mejoraban por un lado (que los pobres lo sean menos) pero muy poco, mientras que las diferencias por el otro (que los ricos lo son cada vez más) descabalgaban cualquier desarrollo justo, ahondando las brechas sociales y territoriales. En aquellos noventa hablábamos del norte y del sur, de la opulencia y el subdesarrollo. Ahora da un poco vergüenza decir estas cosas porque hay pobreza en todos los puntos cardinales, en medio de cualquier ciudad; a la vez la ostentación y la burricie son emblema de élites de todo lugar, también de países en el fondo de la lista del producto interior bruto.

Es decir, que tanto tiempo que va pasando y siempre se queda uno como espectador pensando en qué curiosa es nuestra civilización empeñada en caminar hacia el abismo pensando que lo importante es seguir adelante, acumulando estandartes de modernidad y dejando el camino lleno de basura a nuestro paso. Es difícil negar que hemos progresado, pero ni ha sido todo el mundo de la misma forma ni ese progreso ha supuesto necesariamente vivir mejor los que peor lo hacían. Esos son los que siguen mirándonos con incomprensión cuando hablamos de progreso.