Vivimos en una sociedad tremenda. La gente, en general, nos ponemos en la barra del bar, en las mesas de la cafetería o en las villavesas o en las redes sociales y plasmamos nuestra absoluta honestidad, compromiso, integridad, pureza de raza y desinterés total. Luego ya, en casa, la cosa igual cambia. Veamos por ejemplo el caso de un chaval de 16 años que ha fichado por el Athletic y otro que no ha fichado ni por el Athletic ni por nadie, sino que seguirá en Osasuna.

Pues la gente, fíjate tú, tiene los santos cojones de hacer juicios de valor acerca del primero, como si esos padres hubiesen dicho alguna palabra más alta que otra o como si se hubiese roto un pacto de sangre o vaya a usted a saber qué clase de cosa irrompible, como si todos tuviésemos hijos en edad y calidad de que nos los fiche el Athletic de Bilbao o el Villarreal o los Celtics o como si a todos en esta vida se nos vayan a presentar momentos en los cuales poder decir que no a ofertas lucrativas y vitalmente interesantísimas. En las barras y en las mesas y en las villavesas y en las redes pocos o ninguno parecen estar en el pellejo de quien abandona Osasuna y sí todos en el de quien se queda, como si quien se queda fuese una especie de santo laico.

No, si yo quiero que la chavalería que juega en Osasuna siga en Osasuna, pero ni por todo el oro del mundo se me ocurriría criticar a unos padres o a un chaval a los que se les ponen delante cifras si no mareantes sí muy poderosas o como si ser fiel a los colores de Osasuna fuese una especie de virtud humana comparable a otras. Coño, se quedarán porque les compense, por mil razones, y tan contentos todos. Y a quienes se van, pues lo mismo que a millones de trabajadores que encantados verían mejoradas sus condiciones laborales: felicidades y a seguir bien. Impresionante la cantidad de puros de corazón, espíritu y equipos que hay, pero en espalda ajena.