Hola personas, un domingo más en vuestras manos y ante vuestros ojos para contaros alguna de mis andanzas por esta tierra nuestra. En esta ocasión el paseo ha salido de los límites municipales de la vieja Iruña e incluso ha ido más allá de lo que llamamos “la Cuenca”.

Veamos. Quienes seguís mis escritos ya sabéis de mi afición a las piedras, al arte en general y al románico en particular. En esta tierra tenemos la suerte de poder disfrutar de muchas y variadas construcciones realizadas en ese periodo artístico. Periodo en el que por los campos navarros se empezaron a asentar las gentes creando núcleos de población que, por muy pequeños que estos fuesen, siempre contaban con una iglesia, más artísticas unas, como Artaiz o Gazolaz, o menos artísticas otras, como la que hoy nos ocupa, pero también con gran carga de encanto. Muchos domingos, la Pastorcilla y un servidor cogemos carretera y manta y nos plantamos en alguno de los muchos pueblos que cuentan con una iglesia románica que vemos y admiramos, generalmente por fuera, ya que de no coincidir con el horario litúrgico es muy difícil que estén abiertas, y luego nos damos una caminata por cualquier vereda que salga del pueblo y se adentre en el campo o en un bosque. Hace dos semanas, por ejemplo, admiramos la preciosa iglesia de Esain, muy recomendable, y luego nos dimos un paseo por un camino que nos metió en un bosque como de cuento de hadas. Pues bien, esta semana pasada le tocó recibirnos en visita dominical al pequeño pueblo de Beortegui, en el valle de Lizoain. Antes de Aoiz a mano izquierda.

Al llegar al pueblo, antes de bajar del coche, nos cruzamos con un paisano que, gorra calada y traje de trabajo bien trabajado, nos saludó muy simpático. Buena señal. Le acompañaban tres perros. Aparcamos en el primer sitio que encontramos para ello, echamos pie a tierra y lo primero que me llamó la atención fue que en la pared externa de una caseta de madera, construida para ocultar los contenedores de la basura, lo cual es de agradecer, había una pequeña vitrina de un solo estante con libros para el libre uso y disfrute de los vecinos. Y no eran malos, había literatura de la buena, entre otros vi Cien años de soledad, alguna obra de Steinbeck, alguna de Delibes y un par de docenas más de obras que llevan la cultura a donde no es fácil encontrarla.

Comenzamos nuestro paseo encaminándonos hacia la iglesia que, orgullosa, se erigía en un alto a la entrada del pueblo. Hacia ella íbamos cuando pasamos por delante de una casa modesta, pero con historia, época y empaque. Sobre la clave del arco, ligeramente apuntado, de su entrada, ostentaba un interesante escudo cuartelado en el que se alternaban elementos tan de aquí como son los tres calderos, la media luna creciente ajedrezada y los lobos pasantes. El Catálogo Monumental de Navarra fecha todo el conjunto en el siglo XVI. A la puerta de la casa su dueña, escoba en mano, se afanaba en mantener limpios la entrada y el zaguán. Al vernos nos regaló una sonrisa de oreja a oreja y nos preguntó, ¿qué, a dar una vuelta?, a ver la iglesia, le contesté, ¿quieren verla por dentro?, me dijo, mi respuesta no se hizo esperar, por supuesto, contesté encantado por su oferta. Entonces se me queda mirando y me dice: yo a Vd. le conozco, ¿no ha salido en el periódico?, pues sí, dije, el otro día me hicieron una entrevista en el Diario de Noticias, uy el Noticias, dijo, no leo otro, pues yo escribo todos los domingos un fijo que se llama El Rincón del Paseante, apunté. ¡Qué le dije!, se le cambió la cara, ¿qué me dice? ¿El rincón del Paseante?, no me lo pierdo ni una semana, me encanta, ¿de verdad?, me decía alborozada, no me lo puedo creer. Dudo de que un/una adolescente ante su mayor ídolo experimente mayor alegría que la que experimentó Carmen al conocerme. Entonces, dijo dirigiéndose a mi chica, tú eres la Pastorcilla, pues sí, le dijimos, y se partía de risa y nosotros con ella. Fue un momento mágico. Nos invitó a entrar a su casa estaba encantada de recibirnos y enseñárnosla. Vimos primero los muebles de su bonito zaguán, un par de kutxas cargadas de historia, en la pared un yugo para uncir vacas, bajo él un escaño con su mesa elevada, junto a este una estela funeraria en piedra y colgando del techo un asador de castañas.

En la otra pared una alacena alfonsina con la vajilla de los días grandes luciendo en su vitrina. Piedra de sillería en las paredes y fuertes vigas de roble en el techo. Tras verlo todo con calma y explicarnos la correspondiente historia de cada pieza, nos dio paso a la vivienda. Una chimenea a pleno rendimiento daba calor de hogar a la estancia. Frente a ella una larga mesa protegida por un hule de flores, con un banco a un lado y cuatro sillas al otro, daba cuenta de grandes celebraciones familiares. Al fondo una puerta que Carmen nos abrió invitándonos a pasar a una especie de trastero en el que, entre parrillas, paelleras y más indicadores del buen vivir, cientos de chorizos colgaban del techo secándose y esperando para alegrar la panza de más de uno. Chorizos no os puedo dar, nos dijo excusándose, pero os voy a invitar a chistorra y vino, ¿hace?, por supuesto, dijimos al unísono. Y nos pasó a otra despensa donde estaban oreándose los productos del matatxerri, jamones, biricas, tocinos y un montón de chistorras de las que, sin emplear cuchillo, tronchó unos pedazos que en un decir Jesús se encontraban humeantes en la sartén. Sobre el hule de flores preparó plato, pan y botella de clarete y en nada estábamos dando cuenta de una de las mejores txistorras que he comido en mi vida. Tras contarnos un poco de nuestras vidas y hacernos unas fotos, salimos para la iglesia. En la calle encontramos a Mateo, su marido, que era el paisano que saludamos al llegar, un tío simpático y cercano con una retranca, propia de los aldeanos listos, que nos hizo disfrutar de los casos y cosas que nos contaba.

Carmen nos abrió la iglesia y la disfruté de arriba abajo, nadie me dijo no entres ahí o no subas por esa escalera, subí hasta el campanario y toqué las campanas, desde su atalaya largué la vista a lo lejos y vi dos grandes majestades: Izaga y la Higa de Monreal. Los campos del entorno verdeaban y el conjunto era para llevárselo a casa. Admiramos la iglesia, su virgen gótica y demás elementos, nos despedimos de la encantadora pareja y nos adentramos por un camino por el que paseamos y digerimos la deliciosa historia que acabábamos de vivir.

Hay cosas que no se encuentran en las tiendas.

Besos pa tos.

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