A mí de chaval me caía bien McEnroe, que era un maleducao según los cánones buen rollistas de hoy. Y Larry Bird, que era un broncas. Y los deportistas buenos, dijesen lo que dijesen, pero que en su campo de acción me llamaran la atención. Nunca esperé –Martina Navratilova también me encantaba, y tenía una mala hostia de aúpa– que supusiesen un ejemplo para mi y los niños de entonces.

Me sigue pareciendo que a todo aquel a quien admire por el motivo que sea no le tengo encima que cargar con la obligación de ser una especie de ser perfecto con el que comulgue de todo lo que opine o de todo lo que haga, diga o piense. No lo quiero ni con deportistas, ni con escritores, ni actores, ni músicos ni con casi nadie. Coño, si ni siquiera coincido en muchas cosas con mis amigos. O conmigo mismo en ocasiones.

Así que no se lo pido a Nadal, con el que tengo puntos de vista –o matices– divergentes y otros convergentes, pero con el que tengo clarísima una cosa: es un tenista sublime. Y con eso me quedo, mucho más allá de que pueda estar más o menos de acuerdo con que vaya a tal país o a tal sitio. El otro día asesinaron a un reo en Estados Unidos con una inyección de hidrógeno y estuvo agonizando 25 minutos. Tengo amigos viviendo allá. ¿Les digo que se vuelvan? Tengo conocidos rusos viviendo en Rusia. ¿Les mando mensajes chungos? Hay gente que conozco que simpatiza con Israel, aunque quizá no con su gobierno actual. ¿Les miro con mala cara? Bueno, en la vida personal quizá podamos tomar decisiones así, pero en la vida que reservamos para admirar a gente por sus logros concretos en un campo, yo al menos no le veo sentido –salvo si hacen o dicen salvajadas, eso sí– en bajarse de una admiración.

Admiras a gente por lo que hace en su terreno, no tenías ni idea qué opinaba de nada antes de admirarle por eso. Personalmente prefiero seguir así, bastante revuelto y enfangado está todo ya.