De cría se me cayó la tapa del pupitre sobre la mano, exactamente, encima de un anillo que me habían regalado. El aro se aplastó, el dedo empezó a hincharse y una monja de mi colegio me llevó a todo meter hasta la joyería de los Pérez Alfaro. Allá, el propietario cortó con mucho cuidado el metal. A la tarde, volví al establecimiento con mi madre y tomaron medidas para rehacer el anillo que, hoy en día, sigue conmigo. Como anécdota no vale mucho, pero sí es un buen ejemplo del radical cambio de cuanto nos rodea. Desde los pupitres hasta las monjas en su labor más o menos educativa. Desde la decisión de ir a un joyero a que solucionara el accidente y no llamar al 112 hasta el hecho de que antes había un arreglo para cada pequeño desastre y no se tiraba nada. Luego está la desaparición del comercio local. Hemos escrito sobre el tema mil veces, hemos rabiado con cada cierre, pero da igual. Damos por hecho que aquellos que aún sobreviven lo hacen para morir en breve, para dejar nuestros barrios y sus bajeras cada día más vacíos. Ahora le ha tocado a la joyería de la Bajada Javier. Su dueño quiere jubilarse, descansar y disfrutar de la vida; aspira a bajar la persiana en silencio. Está en todo su derecho, solo que tanto silencio nos acabará estallando en la cara.