Hay una clara pérdida y un leve golpe en el estómago cada vez que un personaje al que conocimos hace ya muchos años y que formó parte de nuestra infancia, adolescencia y edad adulta nos deja. Cuando se muere Donald Sutherland, por ejemplo, sientes que con él se va una aunque sea pequeña parte de ti mismo pero una parte importante, la que está plagada de los recuerdos de buenas actuaciones o de buenos discos o de buenos libros o de buenas actuaciones deportivas. Para los que ya pasamos de los 50, todos aquellos que están en sus 80, 90 e incluso acercándose a sus 100 son gente con la que hemos crecido: actores, actrices, músicos, escritores, periodistas, personas que formaron parte de un mundo que ya no existe, en el cual ir al cine era un hecho en sí mismo o en el que comprar un libro o un disco o ver un partido de fútbol por la tele adquiría un rango que tal vez ahora esté menos valorado. No digo que la época actual sea mejor o peor, pero sí que la total ausencia de otra clase de entretenimientos –internet, fundamentalmente– hacía que la relación que se establecía con los objetos culturales y con las estrellas de las artes que te interesaban fueran muy potentes. ¿Salía mengano en tal peli? Tenía que ser buena, ibas. ¿Sacaba libro zutano? A por él. ¿Editaban una recopilación del grupo cual? De cabeza si había pasta. En medio de todo eso, se desarrollaba un cariño expreso por los llamados actores y actrices secundarios o episódicos o como les queramos denominar, entre los que Sutherland brillaba prácticamente como ninguno, con sus ojos y su sonrisa robándose las escenas y en ocasiones la película entera. Profesionales de lo suyo de los que no sabías prácticamente nada y que película a película te fueron ofreciendo momentos fantásticos de tu vida. La lista es amplia, quedan muchos y muchas, pero de entre los que se fueron Sutherland sin duda estaba entre los mejores.