Nada nuevo bajo el sol. La media de carrera el año pasado se fijó en dos minutos y veintiséis segundos, con los de Victoriano del Río parando el crono en dos dieciséis. Este año, la cosa andará por ahí porque las toradas arrean cosa fina. Y los de Jandilla no iban a ser una excepción; hasta el punto de que el jabonero Omeya, el más pesado de la camada con 595 kilos de peso, se plantó en la arena en dos minutos raspados. Y a los demás, que no iban muy alejados, les dio tiempo incluso para dejar un corneado a la altura de la hornacina del santo, en la cuesta de Santo Domingo.
San Fermín 2024 | Los toros de Jandilla protagonizan un sexto encierro rápido y emocionante con un herido por asta
Hablando el otro día con Jesús Bernal, mayoral de los de Domingo Hernández, me comentaba que ahora, todas las ganaderías hacen correr a sus toros con la finalidad de que den buen juego a la hora de la lidia. Lo del encierro es accesorio pero se nota. ¡Vaya si se nota!
Muy bien, muy rápidos pero cada vez me gusta menos el cariz que está tomando este espectáculo inigualable en el que la gente, a pecho descubierto se juega el físico ante seis toros bravos. El encierro es una puta locura y carece de toda lógica racional que la chavalería –y algún otro más talludito con muchas ganas y poca o nula artrosis– se juegue la vida de esta manera, pero algunos están empeñados en minimizar el riesgo. Esto ya no es lo que era porque la municipalidad tiene todo perfectamente preparado y orquestado para que no pase nada o se minimicen los daños en la medida de lo posible: ya hemos comentado que los ganaderos traen a verdaderos atletas con cuernos, regamos las calles con un antideslizante para que las pezuñas se agarren al suelo como ventosas e implementamos cualquier otro tipo de medida de seguridad para que las toradas vayas siempre juntas. Con todo este cóctel de precauciones, la imagen de un bicho suelto trotando por la Estafeta brilla por su ausencia. Fíjate que hemos llegado a quitar las placas-homenaje a los corredores fallecidos en el encierro por si acaso…como si 289 arquetas, señales del Camino de Santiago o granito blanco más resbaloso que el jabón Lagarto no fueran a condicionar el devenir de cada carrera. En fin. Hasta el punto de que, viendo lo que sucede en la cara de los astados, el peligro reside más en los corredores y sus braceos, empujones, aparatosas caídas e imprudencias, que en los animales salvajes que galopan por el casco viejo pamplonés. Claro que como ahora nos interesa más el protagonismo mediático de los humanos en perjuicio de quien debiera tenerlo de forma exclusiva, es decir el toro, pues pasa lo que pasa.
Los actores principales siguen siendo los mismos, el toro y el corredor, pero a estas velocidades y con todo tan compacto la emoción, lógicamente, no desaparece, pero se diluye de forma exponencial y esto tiene pinta de convertirse en una enfermedad incurable. Ahora cada carrera se parece más a la que le precedió y a la que le sucederá: son como dos gotas de agua, como dos siameses, como los Hernández y Fernández de Tintín o como los leones de las Cortes. Son tan previsibles e iguales que el peligro reside más en los corredores que en los animales.
Una pena, pero ese es el camino a seguir: estamos en la época de los encierros clónicos.
Vivimos otros tiempos, pero la emoción está tan controlada que mañana tras mañana se repite lo mismo y repetir algo muchas veces acaba siendo aburrido. El diagnóstico es claro, esto empieza a oler mal, el paciente está enfermo.
Podría terminar con ese topicazo de “cualquier tiempo pasado fue mejor“ pero, parafraseando a Les Luthiers (siempre que los evoco me acuerdo de mi amigo Gonzalo Huici, una auténtica autoridad si se trata de hablar de estos músicos argentinos), prefiero acabar con un “cualquier tiempo pasado, fue anterior”.