El magnicidio es muy del gusto de los estadounidenses. Como era tirar de guillotina para los franceses, mientras que por aquí se estilaba más el garrote vil. Eliminar al presidente o al aspirante a la Casa Blanca es una práctica desde los tiempos de Lincoln, tiroteado mientras asistía a una obra de teatro. Luego, entre otros, asesinaron a los Kennedy y Ronald Reagan salió milagrosamente ileso de las malas intenciones de un pistolero. El sábado se salvó por los pelos Trump.
Fue un atentado en directo, de película, rematado con esa imagen icónica del candidato puño en alto, rodeado por sus guardasespaldas y al fondo ondeando la bandera de las barras y las estrellas, recordando a la legendaria foto de la II Guerra Mundial con soldados americanos clavando la enseña en Iwo Jima. El aspirante tiene ahora una herida en la oreja y un buen cartel electoral.
De esa escena trágica me llama la atención la serenidad con la que las personas presentes en el mitin responden en ese momento de tensión: casi nadie abandona su asiento. El supuesto autor del atentado fue abatido, palabra que se utiliza para no decir que lo cosieron a tiros sin misericordia. Muy del gusto del país también. En fin, y Trump defendiendo en campaña la venta y uso de armas...