Esta semana se cumplen 10 meses desde que los atentados terroristas de Hamas en suelo de Israel dieran lugar a una respuesta militar que ha dejado ya 40.000 personas asesinadas, la mayoría niñas, niños y mujeres civiles inocentes, hay 90.000 heridos, muchos mutilados, decenas de miles desaparecidos bajo los escombros, enterrados en fosas comunes que se descubren día a día o prisioneros en cárceles de Israel convertidas en centros de tortura.
El balance es atronadoramente inhumano porque no son solo frías cifras de una estadística, son personas, familias, vidas, esperanzas, ilusiones, sueños que ya no tienen futuro alguno. Israel ha derruido más de 70.000 viviendas, además de hospitales y escuelas, y ha destruido las vías de suministro básicas de agua y alimentos y terrenos de cultivo. Todo se utiliza en Gaza como arma de guerra, el hambre, la sed, los secuestros, los bombardeos indiscriminados y el desplazamiento constante de la población de una zona a otra no siendo segura ninguna.
Pese a los pronunciamientos judiciales de la Corte Penal Internacional –que puso en busca y captura a Netanyahu y al ministro de Defensa–, y las sucesivas resoluciones de la ONU exigiendo a Israel, el fin del la matanza y los crímenes de guerra siguen cada día ante la pasividad internacional, el apoyo total e indisimulado de EEUU y el mirar hacia otro lado de las naciones árabes y la mayor parte de la Unión Europea. La violación del derecho humanitario, de las leyes de guerra y de la legalidad internacional en Palestina no es de ahora. De hecho, ahora se siguen desoyendo como siempre todas las llamadas de la ONU y del resto de organismos internacionales y ONGs para detener la masacre de civiles inocentes en los territorios palestinos ocupados ilegalmente.
Están siendo los ciudadanos quienes mantienen en las calles la bandera de los derechos humanos y el derecho internacional ante la pasividad y, en muchos casos, con la complicidad de sus representantes políticos en las instituciones y en los organismos internacionales. Denuncias y movilizaciones que se encuentran con la represión policial y la persecución judicial como respuesta de quienes se llenan la boca de palabras como democracia y derechos humanos.
Pero la realidad es que tras 10 meses de una violencia indiscriminada que nadie podía imaginar llegar a ver, no sólo el Gobierno de Netanyahu–una mezcla de sionistas supremacistas, racistas de ultraderecha y fanáticos religiosos–, sino una parte de la sociedad israelí ha asumido y difundido con normalidad un discurso que justifica el actual genocidio palestino en delirios mesiánicos absurdos y en la deshumanización de los palestinos como seres inferiores que deben ser eliminados.
Una deriva que alcanza ya también a otras minorías religiosas –iglesias y barrios cristianos incluídos–, o étnicas. ¿Cómo hemos llegado a esto? Y, sobre todo, ¿cómo lo permitimos? Esta semana se recuerda también el genocidio de Hiroshima y Nagasaki de hace 79 años. Dos bombas atómicas lanzadas por EEUU asesinaron a 140.000 y 70.000 personas, la inmensa mayoría civiles inocentes, en apenas unos minutos. Estas sombras que se repiten en Palestina nos perseguirán, no solo a los responsables en Israel que quizá incluso acaben algún día ante un tribunal internacional de justicia, sino a todos en las páginas negras de la Historia de la Humanidad inevitablemente para siempre. Que son muchas.