Desde hace unos años abundan los programas de TV obsesionados por encontrar el aplauso fácil. Bien sea en un plató o en un teatro, todo se resume a crear un microcosmos con el público predispuesto a la risa para que cualquier parida sea recibida con una sonora ovación. El Hormiguero y La Revuelta, que rivalizan en audiencia, son dos claros exponentes de perseverar en la reincidencia de situaciones insustanciales que, sin embargo, provocan el despiporre. Basta que un invitado se ponga un sombrero, que el presentador haga un chiste normalito o que alguien de los asistentes suelte una ocurrencia sin ninguna profundidad para que se rompa en un aplauso colosal. Todo esto con una frecuencia inferior al minuto en la que tratar de hilar una conversación sin interrupción es un ejercicio baldío. Supongo que será porque estos formatos están dirigidos a una audiencia más joven, pero el descontrol de sus decibelios es difícilmente soportable para quienes nos enganchamos a la TV en los tiempos de El hombre y la tierra. Y lo que es peor. De esta juerga barata tampoco se libran los invitados que son una eminencia, que padecen igualmente las interrupciones por el graciosete de turno para buscar el aplauso fácil con el chiste malo. Lo sufrió hace unos días con Broncano el cirujano mundialmente reconocido Diego González Rivas, que tuvo que armarse de paciencia para contar su revolucionaria técnica de cirugía pulmonar. Lamentable por mucho que se trate de una exitosa fórmula televisiva.