Se ha conocido estos días pasados la técnica del cantante Nick Cave para tratar de que su público se dedique a asistir a su concierto y no a enredar los teléfonos móviles. Se trata de quedarse quieto en el escenario y decirles: bueno, ahora me quedo así 30 segundos, sacáis todas las fotos que queráis y luego guardáis vuestros móviles y os dedicáis a disfrutar de la música. Es una manera bastante educada y llamativa de, en primer lugar, insinuarles su idiotez pero al mismo tiempo tratar de que, efectivamente, vivan el concierto sin el agobio de querer grabar y, de paso, dejen en paz a los que –cada vez menos– son capaces de guardarse en el bolsillo el artefacto por un par de horas.
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Amén de permitirle a él tratar de interactuar con seres humanos que reaccionan a sus canciones y a sus movimientos y no hacerlo con un panda de ciborgs memos que solo buscan inmortalizar que han estado allá, que como todos sabemos es mucho más importante que estar allá: dejar constancia para uno y, especialmente, para los demás. En los conciertos de Bob Dylan, al menos hace un tiempo, había que dejar el móvil en las puertas de entrada y te lo devolvían más tarde e imagino que cada vez serán más los artistas en vivo que traten de establecer algún sistema para que la gente esté a lo que hay que estar, en beneficio de todos.
Ahora que hace unas semanas que ya han empezado los colegios volvieron a sonar las llamadas a prohibir el uso de teléfonos móviles en los institutos e incluso poner una edad de acceso, como se hace con alcohol y tabaco. No seré yo quien diga que alcohol y tabaco no son peligrosos, que lo son y mucho, pero dudo que el nivel de afección de estos trastos sea menor en según qué edades y mentes. Si los adultos no somos capaces de controlarnos, como para hacerlo unos menores que además lo tienen como juguete y medio de comunicación con sus amigos y amigas. Una bomba.