La semana pasada se me estropeó la lavadora. Llamé al servicio técnico. Al descolgar, una voz metálica me dijo que la conversación iba a ser grabada por mi seguridad. Luego tuve que marcar tres números, esperar dos tonos y decir sí o no. Acto seguido oí otra voz diferente a la que pregunté si era humana.
–Todos nuestros operadores están ocupados, no se retire –respondió. Luego sonó un tono de espera con el tema Teen Dream de Beach House. Me sentí salvado pero tras cinco minutos nadie daba señales de vida. Sospeché que alguien estaba espiando mi propio pasado. Cansado de aquella pesadilla tiré el teléfono por la ventana y tramité una queja a través de Consumidores Iratxe.
Mientras, la ropa sucia iba adquiriendo vida propia. Salí a la calle y busqué una lavandería. Entré en una regentada por una mujer que leía a Lucía Berlín mientras tomaba los pedidos. Entregué la ropa y me senté en un banco a esperar el fin del programa de lavado.
Mientras miraba el giro de los tambores de la lavadoras, comprobé que dentro de uno había dos billetes de 50 euros a la deriva. En un descuido de la dependienta, paré el programa y saqué los 100 euros. Recogí mi ropa y me marché. Al día siguiente volví con más ropa. De nuevo, en la misma lavadora, volvían a nadar más billetes, ahora de 500 euros. Repetí la operación. Así estuve cuatro semanas. Cada día despistaba a la dependienta con peticiones imposibles y luego recogía los billetes recién lavados. Así logré 32.800 €.
Un día, al salir de la lavandería, noté un objeto punzante en la riñonada mientras una voz sulfurosa me reclamaba los 32.800 €. Probé a encararme con él pues había hecho un curso de king boxing. Una Opinen del 18 que asomaba por debajo de su chaqueta me frenó.
–Al menos dime quién te envía, de qué se trata –le pregunté.
–Como verás –dijo–, hay gente que sigue lavando el dinero negro de manera tradicional. Y recuerda, también las ofensas se lavan con sangre.