Cada año que pasa noto que me va siendo más ajeno eso de Día de Navarra, la bandera, el Viva Navarra, el felicidades navarros y navarras y todos estos asuntos que se ven los 3 de diciembre y que amén de suponernos un día de fiesta –para quien la tenga, claro– imagino que nos cuestan unos dineros. Vamos, no es que yo de chaval tuviera querencias locales fuertes, ni que esas querencias pasasen alguna fase de exaltación patriótica navarra –ni de ninguna clase–, sino al contrario: siempre he visto todo eso con respeto pero, he de reconocerlo, con cierto pasmo.
Pasmo porque a fin de cuentas nacer aquí o 50 kilómetros al este o 100 al norte es una cuestión de azar y todos nosotros podríamos ser perfectamente riojanos, aragoneses, franceses, de la CAV o de a saber dónde, así que no termino de comprender a quienes hablan de “orgulloso de ser tal”.
Ojo, que bien, eh, que cada uno es muy libre de estar muy orgulloso de lo que le dé la real gana, pero a mi al menos estar orgulloso de las cosas en las que no tienes nada que ver siempre se me ha hecho extraño. Pero, lo dicho, cada cual con sus sentimientos y emociones y como se dice mucho ahora, p’alante.
Eso sí, con lo que no puedo es con los actos oficiales, las ceremonias, los himnos, las fanfarrias, las celebraciones y en medio de todo eso con el exceso de celo patriótico de los políticos inmersos en redes con sus mensajes institucionales y esas cosas, que ya sé que es casi una obligación para ellas y ellos esto de mostrar orgullo y decir unas cuantas hipérboles pero que, la verdad, a partir de cierta edad a mi ya me empiezan a estomagar. Imagino que, como con otras taras, el problema es mío y simplemente -que por otra parte es lo que hago- es no darle mayor importancia ni que me suponga alteración alguna. Paso el día como otro cualquiera y llega el 4 y todos siguen igual que el 2, superados los excesos geográficos del 3.