A principios de siglo en ciertos entornos parecía que la derecha gobernaría in sécula seculórum en Navarra. La sensación era aplastante, atmosférica, como una ley termodinámica. Cuestionarlo te podía convertir en un bicho raro con retraso juvenil. Recuerden la patochada aquella de ‘ser joven y no ser de izquierdas es no tener corazón, y ser adulto y no ser de derechas es no tener cabeza’. Había gente que creía en eso a pies juntillas; aún la hay. Pero entonces era la corriente, y más valía diluirse en sus aguas, no dar mucho la nota y concertarse con unas inclinaciones dominantes que parecían totémicas.

La derecha de esta comunidad gozaba entonces de mando en plaza, como una aseguradora de Navarra. De la suya, claro, la de su influyente imaginario. De 1997 a 2015 fueron 18 años de hegemonía continua, con la medalla de la navarridad excluyente. Lo natural era un Gobierno de UPN, y si no había más remedio, con apoyo socioliberal subalterno del PSOE. Esa era la política, y quien politizaba, la oposición.

Algún acierto acompañaba a esa Navarra controladora, claro. También tuvo algo que ver el miserable papel que jugó ETA, nuestra Cosa Nostra, que además de asesinar o extorsionar, encochinó el debate público, lo que alimentó los ventajismos de quienes luego no quisieron atender a los cambios políticos y sociales que se fueron dando. Así, el dominio de la derecha navarra derivó en complacencia y en una sensación inexpugnable que en democracia conviene evitar. Hay dialécticas instrumentales hasta que dejan de serlo y pierden utilidad. Catapultar la división entre buenos y malos navarros, rancia y excluyente, terminó hartando a esa parte de la sociedad que parecía condenada a seguir en la oposición a UPN, un partido fuerte pero no incólume. Para muestra el ciclo que está cerca de cumplir una década, variantes incluidas. El cambio en Navarra a partir de 2015 ha respondido más a la pluralidad de identidades que los gobiernos encabezados por Sanz y Barcina. Sobre ese hecho se asienta la actual mayoría.

Nuestra esencia, en Navarra y en el conjunto del Estado, es ser plurales. El deber de las instituciones, gestionarlo democráticamente

Porosidades aparte, el imperativo en cualquier escenario político es evitar antes, ahora y siempre las tentaciones patrimonializadoras. Una de las claves de la durabilidad de un Gobierno suele estar en el talante, palabra denostada porque la esgrimía Zapatero. Sirva de ejemplo de todo lo contrario unas declaraciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid el 9 de noviembre de 2023, una semana antes de la investidura de Sánchez. Ayuso dijo contar “con todos los españoles de bien, con la corona, el poder judicial, las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas”. “Esta nación no se dejará doblegar por un pacto entre un político fuera de control y unas minorías rabiosas y corruptas”, afirmó la mandataria madrileña. Aquella diatriba fue la versión extended de la consigna de Aznar –el que puede hacer que haga– lanzada días antes.

Ayuso y Aznar son ya dos paradigmas de cuando la derecha se cree la dueña y señora terrenal, y enseña sus peores colmillos. Aquella invocación de Ayuso, hoy olvidada por su acreditada incontinencia verbal, fue grave,espuria e indecente. El sarcasmo está en el giro copernicano que dibuja hoy Génova. La derecha en 1996 pasó del Pujol enano habla castellano al Pujol guaperas habla lo que quieras. Ahora Feijóo daría botes de alegría de obtener la mano de Puigdemont.

Ayuso manoseó de forma amenazante estructuras claves del Estado, cuando en democracia ni el nacionalismo español reaccionario ni nadie patrimonializan la sociedad. Nuestra esencia, en Navarra o en el conjunto del Estado, es ser plurales, y el deber de las instituciones, gestionarlo democráticamente.