Una tarde de víspera de reyes a escasos metros del kiosco de la Plaza del Castillo puede contenerlo todo. Dejando al margen el resto de una ciudad ansiosa por acabar compras y encargos, por llegar a citas y obligaciones, el imaginado centro-centro de Pamplona explicaba por sí mismo la vida que nos rodea, la grande y la chica. En el cogollo de la plaza, el mercadillo navideño y su ir y venir y, en una esquina, los abanderados italianos con sus malabares, tambores y trompetas.
Mientras, ahondando en la próxima Epifanía, los dromedarios daban vueltas por un precio a los chiquillos y en su paseo, de saber leer, hubieran podido entender los carteles que portaban cuatro personas contra la explotación de los animales por diversión. Pocos metros más allá, unos cientos de hombres y mujeres hacían oír su voz en apoyo al pueblo palestino, exigiendo la libertad de los muchos sanitarios detenidos y secuestrados.
Reclamaban a las autoridades que no sean complacientes ni pasivas ante este genocidio en el que miles de niños han sido asesinados, que apuesten por políticas de boicot contra Israel, cuyo ejército ha acabado con todos los hospitales, sus enfermos y cuidadores y, por ende, con el sistema sanitario de Palestina. Una plaza puede soportar toda la alegría y la tristeza del mundo.