Estamos evolucionando hacia el cómic. No sé si para bien o para mal. El nuevo nihilismo narcisista está resultando un exitazo sin discusión. Todo el mundo haciéndose fotos y manipulándolas con fiereza. Qué loca fantasía sin precedentes. Antes no se podía hacer eso, claro. Porque ahora se lleva mucho ser un personaje. Ser algo. Tener un perfil, una pose, una indumentaria identitaria. Hay aplicaciones que convierten tu cara en un dibujo animado. Hay tecnologías asequibles que pueden hacer que te veas a ti mismo mejor de lo que eres y afectar a tu mente quizá no para bien. No obstante, tengo la sospecha de que nadie sabe lo que está pasando. Y todos tememos que no sea bueno. Nos olemos algo. A todos los niveles y en sentido global, quiero decir. ¿Puede que siempre haya sido así? No lo sé. ¿Tan desconcertante? Es posible.
Ahora bien, yo creo que no. Yo creo que este nuevo desconcierto, el de hace cinco minutos, el de hace dos, es distinto a todo lo anterior. Más efervescente. Es la efervescencia misma del desconcierto lo que asusta. Podrían llamarnos la civilización del desconcierto efervescente, si hubiera alguna civilización posterior a la nuestra que nos estudiara con benevolencia. Nos encontramos en un momento de transición a gran velocidad hacia nuevas realidades inquietantes, vale. Eso no es ningún secreto, Lutxo. Eso lo sabe todo el mundo. O debería. Si se lo preguntas a la IA gratuita, te lo confirmará en el acto y sin rodeos. Pero eso tampoco significa que la vida haya perdido su encanto y su belleza, le digo. Y me suelta: Yo le pregunté a la IA qué tendría que hacer si salta todo en pedazos y me contestó que intentará guardar todas las piezas. Qué graciosa, la cabrona, le digo. Ya hasta se permite usar la ironía, dice él.