Las gentes de mi generación crecimos entre marcos más claros y definidos. Con todos los matices que uno quiera, hasta el más despistado sabía que eran nazis y fascistas quienes odiaban a los judíos, que era una marca de progresismo apoyar los movimientos de liberación, que en casa obrera imperaba alguna de las muchas izquierdas y que en sitios de propiedad y dinero, lo suyo es que fueran buenos conservadores.
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Obviamente, a nadie se le ocurría hablar mal de la declaración de Derechos Humanos, la ONU y la OMS, de los niños palestinos –o de cualquier otro sufriente país– o aplaudir las andanzas del Ku Klux Klan. Ya no. Me incomoda dar esta matraca, pero es lo que tiene vivir en esta ola de estupor ante un nuevo mundo, orgulloso de presentarse como un malvado cabrón, un enfermo del individualismo y la nula empatía, un abusón egoísta. Gracias a estas actitudes de moda, el hijo de unos emigrantes –ahora secretario de Estado de Trump– ni se ruboriza al apostar por castigar a Sudáfrica que –dice– hace “mal las cosas” al “promover la solidaridad, la igualdad y la sostenibilidad” y un cantante negro, por muy rapero que sea, se declara amante de Hitler y dominador de su esposa, llama a quien le lee “estúpido pobre” y más. Así buscan apoyo político y vender discos. Y no les va nada mal.