La necesidad de reforzar la seguridad europea conlleva un esfuerzo económico colectivo si se busca una menor dependencia del vínculo atlántico. Esto conlleva dificultades en todos los niveles de gobernanza y de percepción social. Por comenzar por este último aspecto, la sensación de inseguridad que se alimenta por parte de determinados discursos en Europa no está ligada a la necesidad de un rearme militar sino que busca asentar la sensación de amenaza interior que degenere en rechazo de los inmigrantes. Pero, además, la percepción de una amenaza vital a la estabilidad sociopolítica y económica no es igual en todo el continente.
No se percibe de igual modo la amenaza del régimen de Putin en Polonia que en Portugal, en Italia que en Finlandia; en quienes tienen frontera en áreas de reivindicación territorial rusa, que en quienes apenas afrontan una intangible penetración cibernética en su realidad política. El debate es viejo y sólo en el caso del terrorismo internacional ha concitado una respuesta unánime, orientada a la coincidencia de esfuerzos en materia de inteligencia aplicada a la seguridad. Pero ahora hablamos de afrontar un posible día sin el paraguas estadounidense. La apuesta de Europa por la cohesión social y la cooperación interior durante décadas ha permitido niveles de bienestar y equilibrio sin parangón fuera del marco europeo. Pero buena parte de ese éxito ha bebido de la orientación de recursos al crecimiento y, en ese esfuerzo, la defensa ha sido secundaria, delegada en el potencial del socio transatlántico, que a su vez ha hecho de la industria militar y su desarrollo tecnológico un tractor económico acompañado de su renuncia a un modelo de bienestar equivalente al europeo.
Hoy, Europa se plantea a qué debe renunciar en sus prioridades económicas para dotarse de los recursos que le exigirá hacerse cargo de manera autónoma de su seguridad. Tan erróneo sería obviar las amenazas a sus democracias como pensar que sólo la compra de armamento garantizará su independencia. En su tejido se filtran mensajes intencionados que fomentan la división y no hay misil que los frene. Si el continente debe poder defenderse, tendrá que desarrollar su capacidad y equilibrarla con la necesaria estabilidad interna del bien público y el empleo. Sin anatemas pero sin expectativas mágicas.